Un lugar mejor
Ottessa Moshfegh
Vengo de otro lugar. No es un lugar real de la Tierra o algo que pudiera señalar en un mapa, si acaso tuviera un mapa de ese lugar, que no lo tengo. No hay mapa porque ese sitio no es un sitio del que se puede estar cerca o dentro o en él. No es un sitio ni un lugar, pero tampoco es que sea ninguna parte. No tiene un dónde. No sé qué es, pero este sitio de aquí seguro que no, con todos vosotros que sois tontos. Ojalá supiera lo que es, no porque crea que sería genial contároslo; es solo que lo echo tanto de menos. Si supiera lo que es, quizá podría hacer algo igual aquí en la Tierra. Waldemar dice que es imposible. La única manera de llegar allí es yendo.
—Waldemar —le digo a mi hermano—. ¿Cómo volvemos al lugar, a la cosa, a lo que sea?
—Ah, te tienes que morir. O tienes que matar a la persona adecuada.
Eso me contesta ahora. Durante mucho tiempo creyó que solo era cierta la primera forma, pero con el tiempo lo ha pensado largo y tendido y ha averiguado que hay una segunda manera. La segunda manera es mucho más difícil. No sé cómo la ha averiguado, pero gracias a Dios por Waldemar, que es mucho más sensato que yo, aunque solo tenga un día más que yo. Tardé un poco más en salir de la mujer. Tenía mis dudas, ya entonces, sobre este lugar en la Tierra, con todas las cosas idiotas que hay por todas partes. Fue Waldemar quien me persuadió al final para que saliera. Oía sus gritos y sentía sus puñitos golpeando a través de la piel de la mujer. Es mi mejor amigo. Todo lo que hace, al parecer, lo hace porque me quiere. Es el mejor hermano de todos los hermanos que hay aquí en la Tierra. Lo quiero tanto.
—Bueno, no me quiero morir —le digo—. Todavía no. Aquí no.
Hablamos de esto de vez en cuando. No es que sea nada nuevo.
—Entonces tienes que encontrar a la persona a la que tienes que matar. Una vez que hayas matado a la persona adecuada, se abrirá un agujero en la Tierra y te podrás meter dentro directamente. Te llevará de vuelta al sitio del que viniste a través de un túnel. Pero ten cuidado. Si matas a quien no es, te meterás en líos. No sería bueno. Iría a visitarte a la cárcel, pero la posibilidad de que la persona adecuada esté sentada a tu lado en la celda es escasa. Y las cárceles que tienen para las niñas pequeñas son las peores. En ese momento, la única forma para llegar al sitio sería morirte, así que tienes que estar segura de verdad de la persona a la que tienes que matar. Es lo más difícil de hacer, estar segura de algo así. Yo nunca he estado lo bastante seguro y por eso sigo aquí. Por eso y porque te echaría de menos y me preocuparía dejarte aquí sola.
—A lo mejor al final me muero —le digo.
Me canso tanto de estar aquí, acordándome de lo mucho mejor que era estar allí, en el lugar del que venimos. Lloro mucho por eso. Waldemar siempre me tiene que estar calmando.
—Podría matarte yo —se ofrece—. Pero no estoy seguro de que seas tú a quien tengo que matar. Pero ¿no sería fantástico? ¿Que lo fueras?
—¡Sería ideal! —digo.
No sé qué haría sin mi hermano. Es probable que llorase todavía más de lo que lloro ahora y tomase venenos que me debilitaran el cerebro y me cansaran el cuerpo y que así no tuviese fuerzas siquiera para pensar en el otro lugar. Intentaría sacarme el lugar de la cabeza con veneno. Pero dudo que sea posible. Algunas noches odio tanto estar aquí que tiemblo y sudo y mi hermano me sujeta para que no empiece a dar patadas a las paredes o a romper cosas. Cuando pateo las paredes, la mujer se enfada.
—¿Qué está pasando ahí arriba, niños?
Cree que nos estamos peleando y nos amenaza con separarnos. Ella no sabe nada del otro lugar. No es más que una mujer humana, al fin y al cabo. Nos da comida y ropa y de todo, como les gusta hacer a las madres humanas. Mi hermano dice que está seguro de que la mujer no es la persona a la que mataría para volver al lugar. Yo no estoy segura de que no sea a quien tengo que matar. A veces creo que lo es. Pero si la matase y estuviera equivocada, lo lamentaría. Sobre todo por Waldemar.
Una mañana, mientras estamos tumbados en las camas, le digo a mi hermano:
—Waldemar, creo que sé a quién tengo que matar —no lo sé en realidad, sigo soñando de alguna forma, pero entonces me invento un nombre y lo digo—: se llama Jarek Jaskolka y voy a encontrarlo y a matarlo, acuérdate de lo que te digo.
—Pero ¿estás segura? —me pregunta mi hermano.
—Creo que sí —digo.
Y, luego, de pronto, estoy segura. Jarek Jaskolka es la persona a quien tengo que matar. Lo siento en lo más hondo de mi ser. Estoy tan segura de que es Jarek Jaskolka como lo estoy del sitio y de que Waldemar y yo somos de ahí mismo.
—Tienes que estar completamente segura —me advierte mi hermano.
Se levanta de la cama y se pone la manta sobre la cabeza como una vieja que va al mercado. Se le oscurece la cara y su voz de pronto es grave y aterradora.
—Si no estás segura, te podrías meter en problemas, ¿sabes?
—Pareces una bruja, Waldemar. No hagas que me burle de ti —le digo.
A Waldemar no le gusta que lo ridiculicen.
—Si matas a quien no es… —empieza a decir.
Pero ahora estoy segura. No puedo retroceder y fingir que no lo estoy. Tengo que volver al lugar de alguna forma. Lo echo muchísimo de menos. Me duele el cerebro y lloro todo el tiempo. No quiero estar aquí en la Tierra ni un minuto más.
—¡Es ese maldito Jarek Jaskolka! —grito.
No es más que un nombre que me he inventado, pero es el nombre correcto, estoy segura. Salto de la cama. Tiro del cordel para abrir las cortinas. La habitación donde dormimos Waldemar y yo da al bosque. Fuera hay suaves nubes grises colgando entre los árboles. Algunos pájaros idiotas cantan unas cuantas notas bonitas. Echo tanto de menos el otro lugar que quiero llorar. Pero me siento valiente.
—Te encontraré, Jarek —le digo a la ventana—. ¡Donde sea que te escondas!
Cuando miro a Waldemar, ha vuelto a meterse debajo de las mantas. Veo su pecho subir y bajar. Me duele demasiado la cabeza como para intentar consolarlo. Y, de todas formas, no hay consuelo en la Tierra. Hay simulación, hay palabras, pero no hay paz. Aquí no hay nada bueno. Nada. En cualquier lugar de la Tierra al que vayas, hay más tonterías.
Para desayunar, la mujer nos da cuencos de yogur tibio recién hecho y pan tibio recién hecho y té con azúcar y limón, y para Waldemar una rodaja de cebolla hervida en miel porque ha estado tosiendo.
—Jarek Jaskolka —susurro para recordarme a mí misma que dentro de poco estaré lejos de este lugar y de todos sus horrores. Cada vez que digo el nombre en voz alta, me siento mejor. Le digo a Waldemar—: Jarek Jaskolka.
Sonríe con tristeza.
La mujer, al oírme decir el nombre de Jarek Jaskolka, deja caer la larga cuchara de madera, que resbala por el suelo de la cocina goteando yogur delicioso. Viene hacia mí.
—Urszula —dice—. ¿De qué conoces ese nombre? ¿Dónde lo has oído? ¿Qué has hecho?
No está enfadada, como suele estarlo. Se le ha puesto la cara blanca y tiene los ojos muy abiertos. Tiene los labios apretados y el ceño fruncido, me agarra por los hombros. Tiene miedo.
—Ah, no es más que una persona —digo, pestañeando para que no vea el asesinato en mis ojos.
—Jarek Jaskolka es un hombre malo, malo —dice la mujer, sacudiéndome por los hombros. Dejo de parpadear—. Si lo ves por la calle, sal corriendo. Escóndete de él. A Jarek Jaskolka le gusta hacer cosas malas. Lo sé porque vivía en Grjicheva, en la casa de al lado de la mía antes de que la derruyeran para que pasara el tranvía cuando yo era pequeña. Muchas niñas salían de su casa llenas de moratones y ensangrentadas. ¿Has visto mis cicatrices?
—¡Oh, no, Madre! —grita Waldemar—. ¡No se las enseñes!
Pero es demasiado tarde. La mujer se levanta la falda por encima de una rodilla y señala. Allí están, unas cicatrices que parecen gusanos de tierra hinchados, suficientes como para formar una protuberancia en un lado, pobre mujer.
—Jarek Jaskolka te hará lo mismo —dice—. Ahora vete al colegio y no seas idiota. Y si te encuentras con ese hombre malo por la calle, sal corriendo como una niña buena. Y tú también, Waldemar. ¿Quién sabe en qué andará ahora Jarek Jaskolka?
La mujer tiene la costumbre de entrometerse en las cosas buenas que quiero hacer.
—Jarek Jaskolka le hizo esas cicatrices a la mujer, pero ¿y qué? —le pregunto a Waldemar cuando vamos andando camino al colegio—. ¿Qué tienen de malo unas tristes cicatrices?
—No te gustaría tener esas cicatrices —me contesta Waldemar—. Terminarás como Madre, enfadada siempre. Solo tiene pesadillas.
—Pero yo ya tengo pesadillas —digo—. Todos mis sueños son sobre este sitio de aquí y todas sus cosas y sus gentes aburridas y estúpidas.
—Te lo tomas muy a pecho —dice Waldemar—. Las cosas aquí no son tan malas. De todas formas, ¿y si el otro lugar no es mejor que este? A lo mejor vuelves y es igual de conflictivo.
—Imposible —le digo, pero me lo pregunto—. ¿Qué crees que le hizo Jarek Jaskolka a la mujer? ¿Cómo aparecieron ahí las cicatrices?
—Son cosas que hacen los hombres. Nadie lo sabe. Es como un truco de magia. Nadie lo puede resolver.
No me suena tan mal. Los trucos de magia son fáciles de resolver. Hay un hombre viejo en la plaza del pueblo que come fuego y hace desaparecer en una nube de humo los cuervos que deambulan bajo el gran árbol que hay allí. Cualquier idiota se da cuenta de que simplemente se meten volando en las ramas para esconderse.
—¿Me ayudarás a encontrar a Jarek Jaskolka? —le pregunto a Waldemar—. De verdad que me quiero largar de aquí, aunque te echaré de menos cuando me vaya.
—Lo intentaré —contesta frunciendo el ceño.
Está enfadado conmigo, lo noto. Cuando mi hermano se enfada, arranca las bayas venenosas de los arbustos de la carretera y se las mete en la nariz. Todo el mundo sabe que ahí está el cerebro, ahí arriba en la nariz. A Waldemar le gusta envenenarse así la cabeza. Le hace sentirse mejor. A mí me gusta tragarme las bayas venenosas como si fueran pastillas. Entonces, como Waldemar arranca bayas, yo arranco bayas también y me las trago una a una. Están suaves y frías. Si me engancho una en un colmillo, se derrama la pringue y sabe amarga, como el veneno que es.
En el colegio nos sentamos en pupitres diferentes. En el coro veo la boca de Waldemar moviéndose, pero sé que no está cantando la canción. Cuando salimos de la vieja iglesia de piedra, le vuelvo a preguntar a Waldemar.
—¿Me ayudarás a buscarlo? No solo por mí, sino por la mujer. A lo mejor, si lo mato, la mujer no estará tan enfadada todo el tiempo. Parece muy resentida.
—No te ayudaré —dice Waldemar—. Y no intentes animarme a ello. Mejor piensa en cómo lo vas a matar cuando sepas dónde está. Yo no te voy a ayudar.
Waldemar tiene razón. Necesitaré algún tipo de cuchillo para matar a Jarek Jaskolka. Necesitaré el cuchillo más afilado que encuentre. Y necesitaré veneno. Las bayas venenosas del arbusto nos dan un poco de sueño, pero eso es todo. Si hago que Jarek Jaskolka se coma muchas bayas venenosas, quizá se quede dormido y entonces lo podré matar con el cuchillo, entrar en el agujero y volver por fin al lugar. Este es mi plan.
De camino a casa con Waldemar aquel día después del colegio, me lleno la falda de bayas venenosas. Parezco una granjerita sosteniendo así la falda. Le digo a Waldemar que se llene los bolsillos de bayas, pero dice que se aplastarán y que, de todas formas, he recogido bastantes para matar a Jarek Jaskolka.
—¿En serio? ¿Son bastantes para matarlo? —le pregunto a mi hermano.
—Ay, no lo sé. No me preguntes.
Waldemar sigue muy enfadado. No lo culpo. Intento cantarle una canción graciosa mientras doblamos la esquina y cruzamos la plaza, pero Waldemar se tapa los oídos.
—Lo siento, Waldemar —digo.
Pero no lo siento. A veces Waldemar me quiere demasiado. Piensa que es mejor que me quede con él en la Tierra en vez de ser feliz sin él en el otro sitio.
—Cuando te mueras, volveremos a estar juntos —le digo para intentar consolarlo—. O quizá encuentres a la persona a la que tienes que matar. No te rindas.
Se me quedan las piernas frías mientras hacemos el resto del camino a casa. Pero tengo muchas bayas venenosas. Estoy feliz.
—Haré mermelada venenosa de bayas —digo—. He visto a la mujer hacerla de cerezas.
—No te dejará usar la olla —dice Waldemar.
Me mira. Sé que podría convencer a Waldemar para que me ayude a hacer la mermelada, pero no quiero. Cuando se enfada conmigo, siento que me quiere más, y eso me hace sentir bien, aunque también me hace sentir muy mal.
Cuando llegamos a casa, la mujer está afuera colgando la ropa mojada en la cuerda entre los árboles. Me imagino otra vez las cicatrices que tiene en los muslos. Son como verdugones, como babosas reptando para subirle por la pierna. Mis muslos son iguales que mis brazos. No son más que piel y carne sin cicatrices. Son piel vacía y limpia y carne. Nada reptará nunca por ellas, jamás, decido. Me moriría antes de permitir que nadie me hiciese cicatrices como las de la mujer, decido. Aunque sean solo cicatrices mágicas. Me escondo con la falda llena de bayas venenosas detrás de Waldemar cuando pasamos por delante de la mujer y la saludamos. Entramos en la casa. Saco una gran olla negra del armario y la lleno con las bayas venenosas.
—¿Cómo se hace la mermelada, Waldemar? —le pregunto a mi hermano.
—Añades azúcar y lo cocinas mucho tiempo.
—Ay, me encanta el azúcar —digo—. La haré esta noche mientras la mujer duerme.
—Será mejor que no la pruebes mucho. No te olvides de que el veneno se vuelve más fuerte al cocinarlo.
—¿Me ayudarás a recordarlo, Waldemar?
—No —dice, y se mete unas cuantas bayas venenosas más por la nariz—. Tengo que dormir por la noche. Si no duermo, me siento mal durante el día. No me gusta sentirme mal en el colegio.
—Oh, pobrecito Waldemar —digo, burlándome de él.
Me trago unas cuantas bayas y llevo la olla a nuestra habitación y la escondo en el armario.
Cuando la mujer vuelve de tender la ropa, dice:
—Id a jugar fuera, niños. Waldemar, sal a corretear mientras sigue brillando el sol. Urszula, ve a moverte un poco. Estás muy seria. Pareces una vieja. Sal y diviértete. Te hará bien.
—No me gusta divertirme —le digo.
Waldemar resopla y sale a jugar fuera. Quiero jugar con Waldemar, pero tengo que quedarme en mi habitación para vigilar el tarro de bayas venenosas que tengo en el armario. Si la mujer lo encuentra, empezará a hacer preguntas. Se interpondrá en mi asesinato de Jarek Jaskolka y entonces me quedaré atrapada aquí en la Tierra con ella para siempre. Me imagino lo que dirá si descubre mi plan.
—Algo malo te pasa, Urszula.
—No —le diré—. Algo malo pasa en este sitio. Algo malo te pasa a ti y a todo el mundo de aquí. A mí no me pasa nada, nada, nada malo.
De todas formas, todavía tengo que encontrar a Jarek Jaskolka. No puedo matarlo si no sé dónde está, al fin y al cabo. Mientras Waldemar sigue fuera jugando, voy a la cocina. Huele a arroz cocinándose y a perejil.
—Hola —le digo a la mujer—. ¿Jarek Jaskolka sigue viviendo en Grjicheva?
—Pues claro que no. A no ser que viva en un agujero en la pared. Derruyeron todas las casas. Espero que se fuera a vivir muy lejos. Su hermana es la señora de la biblioteca.
—¿La gorda grandota?
—No seas cruel.
—Creo que necesito un libro —digo.
—Entonces vete, vete —dice la mujer enfadada—. No sé en qué andas, pero acuérdate de lo que te he dicho de Jarek Jaskolka. Acuérdate de las cicatrices. Pero vete, haz lo que quieras, como si me importara.
—¿Ahora te enfadas conmigo porque quiero leer un libro?
—Urszula es Urszula —es lo único que dice.
Sale de la cocina limpiándose las manos en el delantal y va a ver a Waldemar, que está construyendo una torre de piñas. La mujer es mala y estúpida, pienso. Todo el mundo es estúpido. Encuentro un cuchillo afilado de carnicero en el cajón y me lo llevo a mi habitación y lo escondo en mi mochila. Le doy patadas a la pared un rato. Luego me voy a la biblioteca a encontrar a la hermana gorda del hombre que voy a matar.
—¿Jaskolka? —me pregunta la mujer gorda—. Ya no uso ese apellido. ¿Qué quieres? ¿Por qué preguntas?
—Solo por curiosidad. ¿Qué pasó cuando derruyeron tu casa para que pasara el tranvía? Mi madre también vivía en Grjicheva antes.
—¿De quién eres hija? —me pregunta la señora gorda.
—Me llamo Urszula —es todo lo que digo.
—Aquellas casas de Grjicheva eran todas pobres y feas y está bien que ahora ya no existan, si no se nos habrían caído encima de la cabeza y nos habrían matado.
—¿Matado? —pregunto.
—Nos mudamos a un piso pequeño cerca del río, si es lo que quieres saber.
—¿Tú y tu familia? ¿Y tu hermano?
Suelta el sello de goma que tiene en la mano y cierra el libro que hay sobre el mostrador. La luz del sol que entra a través de las ventanas le cae en la cara cuando se inclina hacia mí.
—¿Qué sabes de mi hermano? ¿Qué? ¿Por qué me haces esas preguntas?
—Estoy buscando a Jarek Jaskolka —digo. La señora es tan gorda y parece tan perezosa que poco importa lo que le cuente—. Tengo que matarlo.
La señora se ríe y vuelve a coger el sello de goma.
—Adelante —dice—. Vive subiendo la calle, en la casa frente al cementerio. Estará encantado de tener visita. No te imaginas lo encantado que estará.
—Voy a matarlo —le digo a la señora.
Se ríe.
—Buena suerte. Y no vuelvas aquí corriendo bañada en lágrimas —dice—. Las chicas curiosas reciben su merecido.
—¿Qué quieres decir?
—No me hagas caso.
—Lo mataré, ¿sabes? —le digo—. De ahí mi interés.
—Haz lo que quieras —dice—. Ahora, quédate callada. Hay gente intentando leer.
De camino a casa, atravieso andando el cementerio, paso por delante de la tumba de mi padre y miro por las ventanas de la que creo que es la casa de Jarek Jaskolka. El sol se está poniendo y el cielo tiene hermosos colores y me gustaría que Waldemar estuviese aquí conmigo, agarrándome la mano.
—¿Por qué será, Waldemar, que, habiendo cosas tan bonitas aquí, solo quiero morirme? —le preguntaría.
—Porque te recuerda al otro sitio —me diría Waldemar—. El sitio más bonito de todos.
La casa de Jarek Jaskolka es de listones pintados de verde turbio, como el agua de un estanque, y las ventanas que dan al camino están cubiertas con una cortina oscura. Faltan los escalones de la entrada y en su lugar hay grandes trozos rotos de hormigón apilados unos encima de otros. Hay arbustos secos alrededor de la casa llenos de alondras naranjas. Cojo una piedrecita y la tiro a la ventana de Jarek Jaskolka, pero el cristal no se rompe. La piedra repica un poco contra el cristal. Las alondras empiezan a piarme, quejándose como bebés lloriqueando. Me da igual. Podría tirarles piedras si quisiera. Podría machacarlas con el talón del zapato. Espero, escondida entre los arbustos, espero a ver si pasa algo. Luego tiro otra piedra. Esta vez, sale Jarek Jaskolka a la ventana. Lo veo descorrer la cortina. Agarra la tela oscura con su gran mano arrugada y, por un momento solo, le veo la cara. Parece un abuelo normal con los ojos caídos, la barba blanca, las mejillas arrugadas y una nariz como una vela derretida. Cuando se aparta de la ventana, golpea el cristal con las uñas. Las tiene largas y amarillas como las de un ogro, pero está claro que no es más que un viejo enfermizo. Será fácil darle de comer la mermelada, después lo trocearé con un cuchillo, supongo. Los viejos son fáciles de trocear. Tienen la carne como una zanahoria vieja y blanda. Pero si Waldemar tiene razón en lo de que se abrirá un agujero negro y si Jarek Jaskolka es la persona adecuada para mí, entonces no tendré que preocuparme de trocearlo entero. Quizá un solo corte será suficiente para matarlo y podré saltar dentro del agujero y volver al otro lugar.
Cuando la cortina vuelve a replegarse en la ventana, huyo corriendo y atravieso de nuevo el cementerio, pateando las piedras que señalan a la gente tonta que ha pasado por aquí, y me pregunto dónde habrán ido, si hay otros lugares para cada uno de nosotros y si mi padre de verdad está, como siempre nos ha dicho la mujer, en un sitio mejor que este.
Esa noche la mujer se enfada conmigo otra vez. Quiere saber qué he estado leyendo en la biblioteca.
—Espero que no hayas sacado ningún libro que te vaya a llenar de ideas locas.
—No he encontrado ningún libro bueno en la biblioteca —le digo—. Eran todos aburridos. Eran todos idiotas.
—Ay, Urszula —dice la mujer—. Te crees más lista que nadie.
—¿Y no lo soy? ¿Quién es más lista que yo? Enséñame a esa persona. ¿No dices siempre que…?
La mujer siempre ha dicho que no les hiciera caso a los otros niños en el colegio cuando me molestaran y que soy la más lista y la mejor por los siglos de los siglos, amén.
—Olvídate de lo que digo siempre —dice la mujer—. Tienes que aprender a respetar.
—¿Respetar a quién? ¿A ti?
—¡Dios no lo quiera!
Me da la espalda y corta una rebanada de pan con un cuchillo de carnicero, aunque no es tan grande como el que he robado. Estoy impaciente por matar a Jarek Jaskolka y dejar este lugar, creo. Vuelvo a desear que la mujer fuera la persona que tengo que matar, pero no lo es. Ahora estoy segurísima de eso.
—Y tú, Waldemar… —dice la mujer cuando se da la vuelta—. ¿Quién te ha quitado el caramelo? ¿Por qué frunces el ceño como un niñito perdido?
A Waldemar se le ve triste empuñando su cuchara de sopa. No me mira. Le coge un trozo de pan a la mujer y no contesta.
—¿Has hecho algo? —me pregunta la mujer—. ¿Le has hecho daño a mi niño querido?
—Nunca le haría daño a Waldemar. ¿Por qué iba a hacerlo? Es a quien más quiero.
—A veces eres un poco bruta, Urszula. No demuestras tu cariño de la mejor manera. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo bonito por mí? ¿Cuándo fue la última vez que me diste las gracias?
Waldemar se levanta y se va de la mesa.
—Waldemar, vuelve, por favor. Se te va a enfriar la sopa —dice la mujer con dulzura.
—Deja que se vaya —le digo—. Está llorando por esas cicatrices que nos enseñaste. Cree que son por su culpa, pero son culpa tuya.
Es verdad que me creo muy lista.
La mujer se sienta y baja la cara, que se le pone oscura y triste, y veo que el alma se le escapa un poco por encima del cuerpo, como si ella tampoco quisiera estar aquí, como si tuviese un sitio mejor al que ir.
—Jarek Jaskolka —digo bajito mientras alargo la mano para tocar la suave rodilla de la mujer por debajo de la mesa.
—¡Ay! —dice, encogiéndose de miedo. Arrastra las patas de la silla por el suelo al apartarse—. Eres un fastidio —me dice, y se pone de pie y va por toda la cocina abriendo y cerrando los armarios.
Creo que está buscando la olla de hierro que he escondido en mi armario. Pero no pregunta si la he cogido ni se da cuenta de que ha desaparecido su cuchillo grande de carnicero. Pone el pan en la panera y me quita el cuenco de sopa, lo vacía en el fregadero, se desata el delantal y va y se pone al lado de la ventana, se queda mirando fijamente a la nada, o eso parece, a la oscuridad de entre los árboles.
Esa noche sueño con el viejo mago de la plaza del pueblo. Me está enseñando sus trucos.
—Así —refunfuña y me pone en la mano un montón de bolitas. Cuando las dejo caer al suelo, estallan en nubes de humo—. Están hechas de piedras de luna —dice. Señala el oscuro cielo nocturno—. ¿Ves esa oscuridad? ¿Y ves la luz de la luna? No existen la una sin la otra.
Supongo que digo algo para demostrar interés por cómo es posible su magia, aunque sé que es solo una farsa.
—No eres más que una niña pequeña —dice—. ¿Por qué te afecta tanto lo que no sabes todavía?
Me despierto y Waldemar está durmiendo en la cama de al lado. La habitación está muy oscura y silenciosa. La mujer está dormida en su cama al otro lado de la pared. La oigo roncar. De noche, el ruido que le sale de la nariz es como una locomotora resoplando. Estamos acostumbrados. Creo que el ruido que le sale de la nariz es tan inmenso porque su cerebro quiere irse en tren muy lejos de aquí. Sé que no es feliz. Waldemar le gusta, pero yo no. Parece apropiado que deje este lugar. La hará feliz, creo, que me vaya, pero Waldemar se pondrá triste.
Tan silenciosa como puedo, saco la gran olla de bayas del armario y la llevo a la cocina. Enciendo un fuego en el fogón y pongo la olla sobre la llama y arrastro una silla para poder subirme en ella y remover las bayas. Añado una taza de azúcar y remuevo y escucho las bayas chamuscándose y echando humo. La única luz proviene de unas cuantas estrellas solitarias a través de las ventanas oscurecidas y del fuego azul de la cocina.
—Jarek, esto es para ti —digo entre dientes e inhalo el olor a baya venenosa.
El olor me reconforta un poco el cerebro. Se me caen los ojos. Pero sigo removiendo. Me siento triste ahí completamente sola en la cocina a oscuras. Ojalá estuviese aquí Waldemar para ayudarme. Esta es mi última noche en la Tierra, pienso para mí misma. Y aquí estoy, afanándome sobre el fogón como hace la mujer todo el día. «Ja», me río. Porque de pronto estar cocinando me parece divertido, como si me estuviera burlando de la mujer y de su estúpida vida. Sigo removiendo. Cuando las bayas ya se han derretido y aplastado y mezclado con el azúcar, las meto con una cuchara en uno de los viejos tarros de cristal que guarda la mujer en la estantería para sus propias mermeladas y jaleas. Apago el fogón, vuelvo a poner la silla al lado de la mesa de la cocina, cojo el tarro con una mano y llevo la olla sucia de vuelta a mi habitación, donde Waldemar sigue durmiendo. Con todo ese alboroto, no se oye nada en la casa salvo el motor de la locomotora, la mujer alejándose roncando de aquí. Escondo la olla sucia en el armario otra vez. Siento el calor del tarro de mermelada venenosa en las manos. Vuelvo a meterme en la cama y dejo el tarro enfriándose en la mesita de noche. Duermo un poco, pero no tengo más sueños.
Por la mañana, meto el tarro de mermelada venenosa en la mochila. Me comporto como si todo fuese como siempre.
—Buenos días, Waldemar —digo. Intento fingir que estoy igual que siempre, pero Waldemar sabe que no lo estoy.
—¿Qué pasa? ¿A qué viene esa sonrisa?
—Ah, nada, es solo que hoy voy a matar a Jarek Jaskolka y a volver al otro lugar. Siento que no puedas venir conmigo.
Intento sonar alegre, como si no supiera que Waldemar tiene roto el corazón. Él se da cuenta de todo. Tiene esa capacidad por ser mi hermano.
—No me gusta la idea, Urszula. Creo que Jarek Jaskolka no se comerá la mermelada. Creo que en vez de eso te hará daño. Te dejará las mismas cicatrices que a Madre y te convertirás en una mujer enfadada igual que ella.
—Pero si ya estoy enfadada —le digo—. Con o sin cicatrices, da lo mismo. Necesito salir de aquí. Y si atravieso el agujero y vuelvo al otro sitio, sea lo que sea, ¿qué más me dará si tengo las piernas llenas de lombrices?
—¿Lombrices?
—Lombrices.
Pienso de pronto en el cementerio, en la tierra negra y fértil que fue excavada para hacer sitio para enterrar a nuestro padre. Me pregunto si, una vez que atraviese el agujero de vuelta al lugar, mi cuerpo quedará atrás. Después, ¿irá Waldemar al cementerio y mirará cómo excavan la tierra para enterrarme a mí? ¿Querrán comerse mi carne los gusanos? ¿Masticarán mi carne y escupirán fango, que dice el maestro que es bueno para plantar cosas? No puedo hablar de esto ahora con Waldemar. Lo pasaría fatal contestándome a semejantes preguntas. Nos vestimos para el colegio y vamos a la cocina a desayunar. La mujer está cortando una cebolla en rodajas, llorando. No la puedo mirar. Me preocupa que se dé cuenta de que usé el fogón anoche. Me preocupa que el aire siga oliendo a mermelada venenosa.
—Se te ve cansada, Urszula —dice—. Se te ve enferma. A lo mejor deberías quedarte hoy en casa. A lo mejor se te está contagiando la tos de Waldemar.
—Sí —dice Waldemar—. Deberías quedarte en casa. No vayas a ninguna parte. Quédate en la cama y lee un libro. Te traeré las tareas del colegio. No vayas a hacer ninguna locura.
—Hablas igual que la mujer —le digo a Waldemar.
—Llámame Madre —dice la mujer.
La mujer nos da nuestro pan y nuestro yogur, la cebolla de Waldemar hervida en miel y otra para mí también.
—Gracias, Madre —dice Waldemar.
Lo miro con desdén.
Comemos en silencio, Waldemar se sorbe los mocos y carraspea. Yo clavo la mirada en el suelo de madera gastado. «Adiós, suelo estúpido —me digo—. Adiós, suelo de madera viejo, feo, estúpido». Pero ¿qué me importa el suelo? Una casa está llena de vida un día y luego al siguiente derruida y hecha escombros. Se extienden tranvías. Millones de personas tontas atraviesan un cachito de la Tierra y no saben qué hubo antes en ese lugar. Ni siquiera sabemos quién está enterrado bajo nuestros pies. Ha ido y venido tanta gente, ¿y dónde están ahora? Pienso en el mejor lugar. «Jarek Jaskolka», me digo, pero no en voz alta. No quiero que me oigan Waldemar o la mujer. No quiero más problemas. Creo que estoy lista para abandonarlos.
Ahora mi mochila pesa mucho, con el tarro de mermelada venenosa y el cuchillo de carnicero hundidos bajo mis libros de texto. Waldemar se ofrece a llevarme la mochila.
—Tienes cara de cansada —dice—. ¿Por qué no me dejas que te quite eso de la espalda?
—Ah, ¿te crees que lo puedes resolver todo? No eres más que un niño pequeño. Puede que tengas más músculos que yo, pero solo tienes un día más. ¿Te crees más listo que yo por eso? Te crees que lo sabes todo, ¿verdad?
Waldemar no dice nada. Me emociona la idea de que muy pronto me habré ido. Por fin me voy a casa, me digo. Intento odiar a Waldemar, pero no puedo. Intento no pensar en cuánto lo quiero de verdad. Es difícil hacerlo.
Seguimos subiendo por el camino. Respiro como respiran las personas locas. El corazón me late como el corazón de una persona loca. «No hagas ninguna locura», me había advertido Waldemar. ¿Qué tiene de locura lo que estoy haciendo? ¿Qué significa locura exactamente? Hay una persona a quien todo el mundo llama «loca». Es una señora mayor que vive entre los cubos de basura, detrás del mercado. Se cubre de hojas de col y de las hojas de los tallos de las zanahorias y de papel encerado viejo y manchado de grasa animal, y habla sola y se fuma las colillas sucias que le tiran los hombres cuando de día se tumba a regodearse al sol bajo el monumento a los mártires de la plaza del pueblo. Pero ni siquiera ella parece tan loca. Es probable que solo esté triste, como yo, y sea de otro sitio completamente diferente. Sin embargo, parece sacarle todo el partido a su tiempo en la Tierra, haciendo lo que le place. No trabaja ni tiene un bebé llorón al que atender. Nadie se le va a acercar. Nadie le va a hacer moratones y hacerla sangrar. Huele igual que muchos inodoros, pero hace lo que le apetece. Es una mujer adulta. Si no puedo matar a Jarek Jaskolka, me digo a mí misma, seré igual que esa señora loca y me cubriré de basura.
—¿Estás loca? —me pregunta Waldemar mientras le da una patada a una piedrecita hasta el otro lado del camino.
—Lo siento —le digo—. No he dormido bien. Estoy de muy mal humor. Tengo el cerebro como si fuera una picadura de mosquito que me he rascado hasta hacerme sangre. Lo siento —digo otra vez.
Waldemar me pasa el brazo por encima del hombro, arranca unas bayas del arbusto al pasar. Se mete una por la nariz y me alarga el resto.
—Gracias —le digo.
Pero no me trago ninguna baya. Ya no quiero envenenarme más. Quiero estar despierta y lista para saltar y hundirme en el agujero cuando se abra para mí. No quiero estar somnolienta y perder mi oportunidad, en caso de que el agujero se abra solo un segundo. Y quiero estar alerta para cuando mate a Jarek Jaskolka. Waldemar se mete otra baya en la nariz. Ahora siento que soy más valiente que él. Parece el niñito perdido del que habló ayer la mujer. Dejo caer las bayas venenosas de la mano. Cuando llegamos a la plaza, giro en dirección al cementerio. Waldemar gira hacia el camino que lleva al colegio. Nos paramos y nos miramos el uno al otro.
—¿De verdad lo vas a hacer? —me pregunta Waldemar.
—Merece la pena intentarlo —me encojo de hombros.
Mi despreocupación es fingida. Por dentro, estoy decidida.
—Iré contigo —dice Waldemar—. Quiero decir que iré andando contigo a la casa de Jarek Jaskolka, solo para ver qué pasa. Si él es la persona que tienes que matar y lo matas y se abre el agujero, a lo mejor puedo saltar contigo.
Por alguna razón, no me creo lo que dice Waldemar. Me parece que está dándome una excusa para seguirme. Me preocupa que vaya a sabotear mis planes. Pero entonces lo miro a los ojos. No. No se interpondrá en mi camino. Es mi hermano. Nunca me impedirá ser feliz.
Así que le permito a Waldemar que me siga por el camino hacia el cementerio. Caminamos callados. No le pregunto qué está pensando. No quiero saberlo. Cuando llegamos a casa de Jarek Jaskolka, nos paramos y observamos un rato las ventanas con cortinas oscuras. Llega una alondra y da un golpecito con el pico en el cristal y merodea. Luego viene otra y vuela derecha contra el cristal y se rompe el cuello. Su cuerpo cae al suelo. La primera alondra se escapa volando. Parece un buen presagio.
El sol sale de detrás de una nube. Las sombras de mi cuerpo y del cuerpo de Waldemar se extienden delante de nosotros como si fueran agujeros en el suelo. Poso con cuidado la mochila y rodeo a mi hermano con los brazos.
—Lo siento —le digo—. Tengo que entrar sola. Ya sabes que en el agujero solo cabe uno. Lo sabes, ¿verdad?
Waldemar asiente. Nos hemos entendido el uno al otro toda la vida. Hasta cuando estamos enfadados, hay demasiado amor para fingir que pensamos que lo que sabemos que es verdad es solo una historia inventada. Esos son los modos crueles de toda esta gente tonta: te dicen que lo que crees no es más que una historia tonta. Por eso odio este sitio. Todo el mundo piensa que estoy loca. Suelto a Waldemar y cojo mi mochila y empiezo a subir los grandes trozos rotos de hormigón hasta la puerta de la casa de Jarek Jaskolka.
—¿Volverás por mí? —pregunta mi adorable hermano.
Tiene lágrimas en los ojos. Se le ve tan pequeño y perdido y triste desde donde estoy, por encima de él. Le digo que ojalá pudiera quedarme con él, pero no aquí, no en la Tierra. La Tierra no es un buen sitio para mí, nunca lo ha sido y nunca lo será hasta el día que me muera.
—Intenta, si puedes, mandarme una carta desde el lugar. Y si hay alguna manera de volver, vuelve a buscarme.
—Vale, Waldemar. Lo intentaré —le digo.
Pero nunca volveré. Aunque pudiese volver, no volvería. Tiro mi mochila a la tierra de abajo. Los libros caen con fuerza, como el sonido de un «adiós». Mantengo los brazos detrás de la espalda, con el cuchillo de carnicero en una mano, el tarro de mermelada envenenada en la otra, pateo la puerta de Jarek Jaskolka. Waldemar llora y se esconde contra la pared de la casa, sujetando entre las manos la alondra muerta. Aprieta los ojos cerrados.
—¡Te echaré de menos, Waldemar! —susurro.
Espero a que el hombre malo me deje entrar.