Todos los pilotos muertos
William Faulkner
I
En las fotos, instantáneas hechas deprisa y corriendo, ahora descoloridas, con los cantos doblados al cabo de trece años, alardean y se jactan un poco. Flacos, endurecidos, con sus arreos marciales de latón y de cuero, posan de pie, al lado de las formas esotéricas, de alambre y madera y lona, o apoyados en ellas, en las que volaban sin paracaídas, y también ellos tienen un aire esotérico, un aire no del todo humano, como el de la difunta, sombría, amenazadora apoteosis de una raza vista sólo un instante al fulgor de un relámpago y acto seguido esfumada para siempre.
Y es que están muertos todos los pilotos de antaño, muertos el 11 de noviembre de 1918. Cuando se ven fotografías modernas en las que salen ellos, las fotografías recientes, hechas junto a esas recientes formas de acero y lona, con una cobertura abatible sobre el motor, con alerones articulados, parecen un tanto extravagantes: aquellos jóvenes delgados que en su día alardeaban, que se jactaban un poco. Parecen perdidos, aturdidos. En esta era del saxo para la aviación parecen tan fuera de lugar, un tanto anchos de cintura, con los sobrios trajes de chaqueta de hace treinta o treinta y cinco o más años, como a buen seguro lo estarían entre los saxos y las sordinas en miniatura de una orquesta en un night-club. Y es que también están muertos los que aprendieron a respetar aquello cuyo respeto se ganaron con su dureza antes de que existieran fuselajes de sección central soldada y paracaídas y aparatos que no entran en barrena. Por eso miran a las chicas y los chicos de los saxos, ellas con carmín que ya no se corre como el de antes, ellos con cantimploras aerodinámicas apiladas como saxofones, a la entrada de un garaje particular o en el green de un campo de golf, con pronta simpatía y también con desconcierto. «Dios del cielo… —me dijo uno, piloto de una escuadrilla y buen mecánico, suboficial en su día, capitán después y, a la larga, comandante—. Si se puede tratar así un cacharro, ¿para qué quieres volar?».
Pero ya están todos muertos. Ahora han engordado, andan bastante anchos de cintura de tanto sentarse en los despachos, y puede que ya no se les dé del todo bien, con sus esposas y sus hijos y sus casas casi terminadas de pagar en los buenos barrios de la periferia, en donde juegan al golf toda la tarde, tras llegar en el tren de las 5:15, y puede que eso tampoco se les dé bien del todo; los hombres flacos y endurecidos, que alardeaban en serio y bebían en serio, porque habían descubierto que morir y estar muerto no era algo tan apacible como tenían entendido. Por eso está hecho a retazos este relato: una serie de vistazos en los que, instantáneos, sin profundidad ni perspectiva, salen a relucir el portento y la amenaza que presagiaban lo que la raza pudiera soportar y llegar a ser, en instantes fugaces, entre tinieblas y tinieblas.
II
En 1918 estuve en el Cuartel General del Ala mientras trataba de adaptarme a una pierna ortopédica. Ahí, entre otras cosas, me encargaba de la censura de la correspondencia enviada por todas las escuadrillas del Ala. El trabajo en sí no era malo, pues me dejaba tiempo libre para experimentar con una cámara sincronizada que intentaba perfeccionar. Pero aquello de abrir y leer cartas, páginas breves y garabateadas de cualquier manera, llenas de mentiras transparentes y honrosas, dirigidas a las madres y a las novias, con la caligrafía y la ortografía de un simple colegial… De todos modos, una guerra es una cosa descomunal, y dura demasiado. Supongo que quienes mandan (no me refiero al alto mando, sino a quien sea, o a lo que sea, a eso que controla los acontecimientos) se aburren de vez en cuando. Y cuando uno se aburre se vuelve mezquino y se dedica a las gamberradas.
Así que de vez en cuando visitaba un escuadrón de Camels que estaba acuartelado poco más allá de Amiens y charlaba con el sargento de artillería sobre la sincronización de las ametralladoras. Era el escuadrón de Spoomer. Su tío era comandante del cuerpo y era caballero de la Orden de la Liga, así que siendo capitán del Primer Regimiento de Dragones, a su debido tiempo obtuvo una Estrella de Mons y una condecoración de la Orden de Distinción en el Servicio Prestado, y estaba al mando de una escuadrilla de cazas monoplazas, aunque el tercer percebe que llevaba prendido en la pechera seguía siendo el ala única del observador, y no la doble ala del piloto.
En 1914 estuvo en la Academia Militar de Sandhurst: un tipo de gran envergadura, rubio, con ojos de porcelana. Prefiero pensar que su tío dio la orden de que lo llamaran en cuanto le llegó la noticia, la buena noticia. Probablemente fue en el club del tío (el tío ya era general de brigada, recién regresado a toda prisa de su puesto en la India), sentados los dos frente a frente en una mesa de caoba, mientras el vendedor de prensa daba voces en la calle. «Por Dios —debió de decir el general—, esto va a ser el no va más para el ejército. Pásame el vino».
Me atrevería a decir que el general se llevó un chasco, por no decir que se ofendió, cuando se dio cuenta de que ni los hunos ni el primer ministro se proponían llevar a cabo esta guerra tal como hubiese querido el ejército. De todos modos, Spoomer ya fue destinado a Mons y volvió con la Estrella (aunque Ffollansbye decía que el general mandó a Spoomer derecho a por la Estrella, porque era una condecoración que sólo se obtenía estando a mano) antes de que el tío ordenase su traslado a su regimiento, donde Spoomer podría obtener su condecoración en Distinción en el Servicio Prestado. Luego, es posible que el tío lo enviase a ver qué sacaba en claro allí donde el arroyo subterráneo afloraba a la superficie. O puede que Spoomer esta vez fuese por su cuenta. Es lo que prefiero pensar. Prefiero pensar que lo hizo por la patria, aunque de sobra sé que nadie merece el elogio por su valentía ni el oprobio por su cobardía, puesto que hay situaciones en las que cualquiera dará muestras de ambas. Pero allá que fue, y volvió al año con su ala, distintivo de observador, y un perro grande como un ternero.
Esto fue en 1917, cuando Sartoris y él se encontraron y colisionaron. Sartoris era americano, de una plantación de Mississippi donde cultivaban cereales y criaban negros, o los negros cultivaban cereales, o lo que sea. Sartoris tenía un vocabulario funcional de unas doscientas palabras, no más, y me atrevería aquí a decir que el dónde y el cómo y el por qué vivía como vivía era algo que se hallaba fuera de su alcance, quitando que vivía en la plantación con su tía abuela y con su abuelo. Vino pasando antes por el Ejército Canadiense, antes de que Estados Unidos entrase en guerra, y estaba en lista de espera, en el cuartel de Ayr. Eso me lo contó Ffollansbye. Parece ser que Sartoris tenía una novia en Londres, una de esas aspirantes a esposa por tres días y viuda por tres años. Es lo malo que tiene la guerra. Los de esa ralea, los Sartoris y compañía, no murieron hasta 1918, al menos algunos. En cambio, las chicas, las novias, las mujeres, murieron todas el 4 de agosto de 1914.
Total, que Sartoris tenía una novia. Ffollansbye contó que la apodaban Kitchener,[1] «porque tenía soldados a puñados». Dijo que no sabían si Sartoris lo sabía o no, pero que al menos por un tiempo Kitchener, o Kit, pareció darles calabazas a todos y quedarse con Sartoris. Se les veía juntos por todas partes y a todas horas; Ffollansbye me contó entonces que una noche, en un restaurante, se encontró con Sartoris, que estaba solo y bastante borracho. Ffollansbye me contó que ya se había enterado de que dos días antes Kit y Spoomer se habían largado a no sé dónde. Dijo que Sartoris estaba sentado en una mesa, bebiendo hasta ponerse ciego, esperando a que llegase Spoomer. Dijo que al final fue él quien metió a Sartoris en un taxi y lo mandó al aeródromo. Ya estaba casi amaneciendo, y Sartoris se hizo con una guerrera de capitán, que tomó del equipaje de otro, y una liga de mujer que robó de la maleta de otro aviador, o quizás de la suya, y prendió la liga en la pechera como si fuese un percebe o una condecoración. Después fue a despertar a un cabo que había sido boxeador profesional, con el que Sartoris se calzaba los guantes de vez en cuando. «Se llama Spoomer —dijo Sartoris al cabo—. El capitán Spoomer». Lo dijo tambaleándose, señalando la liga con el dedo. «Distinción al Mérito Muslero de Mujer.» Luego, el cabo y él, con la guerrera puesta, bajo la cual se le veía el calzón de lana, se repartieron unos cuantos puñetazos, con las manos sin guantes, al amanecer.
III
Cualquiera diría que cuando una guerra lo arrastra al fondo, lo tiene que dejar en paz; que, encima, no le dará por gastarle bromas pesadas, por hacer el gamberro. Pero puede que no fuera eso. Puede que fuera porque los tres, Spoomer y Sartoris y el perro, todo se lo tomaban sin ningún humor. Puede que una persona sin humor fuese para ellos una especie de desafío infalible, por encima de truenos y alarmas. Fuera como fuese, una tarde —fue en primavera, antes de la caída de Cambrai— fui al aeródromo en donde estaban los Camels, a charlar con el sargento de artillería, y vi a Sartoris por primera vez. El año anterior se había puesto el mando de la escuadrilla en manos de Spoomer y del perro, y lo primero que hicieron fue ordenar que Sartoris se destacase allí.
Había salido la patrulla vespertina, y había salido el resto del personal supongo que a pasar la tarde en Amiens, y el aeródromo estaba desierto. Estábamos sentados el sargento y yo en sendos bidones de gasolina, vacíos, en la puerta del hangar, cuando vi a un hombre asomar la jeta por la puerta del comedor de los oficiales y mirar a un lado y a otro, abarcando todo el campo, con aire un tanto furtivo y muy alerta. Era Sartoris, que había salido en busca del perro.
—¿El perro? —dije. El sargento me lo explicó entonces, y también esto a retazos, fruto de su propia observación y de las observaciones que todo el personal alistado intercambiaba y comparaba en las mesas del comedor, o de noche, fumándose una pipa: la indagación terrible y omnisciente de quienes ocupan un estadio inferior en el escalafón.
Cuando Spoomer se marchaba del aeródromo, dejaba al perro encerrado en alguna parte. Tenía que encerrarlo cada vez en un sitio distinto, porque Sartoris emprendía la búsqueda del animal y no cejaba hasta dar con él, y entonces lo soltaba. Era por lo visto un perro de notable inteligencia, porque si Spoomer había ido tan sólo al cuartel del Ala, o a donde fuese, a resolver un asunto pendiente, el perro se quedaba allí en el aeródromo, y pasaba el rato escarbando en el cubo de la basura que había detrás del comedor de los soldados, al cual tenía adicción y prefería con mucho antes que el de los oficiales. En cambio, si Spoomer se había marchado a Amiens, el perro emprendía el camino de Amiens en el instante mismo en que se veía libre, para regresar después con el propio Spoomer en el coche de la escuadrilla.
—¿Y por qué lo suelta el señor Sartoris? —dije—. ¿Quiere decir usted que el capitán Spoomer no ve con buenos ojos que el perro se coma los desperdicios de la cocina?
Pero el sargento no me estaba escuchando. Había estirado el cuello para mirar por la puerta, y así vimos los dos a Sartoris. Había salido del comedor y se aproximaba al hangar que le quedaba al final de la calle, todavía con aire alerta, moviéndose con toda intención. Entró en el hangar.
—Me parece una puerilidad para un hombre hecho y derecho —dije.
El sargento se quedó mirándome. Y dejó de mirarme.
—Lo que quiere es saber si el capitán Spoomer ha ido o no a Amiens.
Al cabo de un rato vi la luz.
—Ah —dije—, una señorita. ¿Es eso?
—Llámela señorita si quiere —dijo sin mirarme—. Supongo que en este país también tiene que haber algunas señoritas.
Me paré un rato a pensar en esto. Sartoris salió entonces del primer hangar y entró en el segundo.
—La verdad, me pregunto si quedan señoritas en alguna parte —dije.
—Es posible que tenga usted razón. La guerra es muy dura para las mujeres.
—¿Y qué hay de ésta? —dije—. ¿Quién es ella?
Me lo contó. Regentaban un cafetín, «una especie de taberneta», dijo él, entre una vieja bruja, un adefesio, y la chica. Era un local pequeño, en una calle de difícil acceso, al que no iban los oficiales. Tal vez por eso crearon Sartoris y Spoomer semejante furor en ese círculo reducido. Deduje, por lo que dijo el sargento, que la competencia entre el comandante de la escuadrilla y uno de sus pilotos más novatos e inexpertos era objeto de interés general y, además, motivo de las conversaciones más acaloradas e incluso de apuestas entre los elementos alistados de todo el sector de las tropas francesas y británicas por igual.
—Siendo además oficiales… —dijo.
—Entiendo. Han amedrentado a los soldados, los han espantado, ¿no es así? —dije—. ¿No es eso? —el sargento ni siquiera me miró—. Y… ¿fueron muchos los soldados que hubo que amedrentar?
—Supongo que sabrá usted cómo son estas jovencitas —dijo el sargento—, y más con esta guerra.
Y eso es lo que la chica era, o quien era la chica. El sargento dijo que la señorita y la vieja bruja ni siquiera tenían una relación de parentesco. Me contó que Sartoris le había hecho algunos regalos, ropa y bisutería, el tipo de bisutería que se podría comprar en Amiens probablemente. O acaso le comprase los regalos en una cantina, porque Sartoris apenas pasaba de los veinte años. Vi algunas de las cartas que había escrito a su tía abuela, la de América, y eran cartas que podría haber escrito un chaval de tercero matriculado en Harrow, si es que no podría haberlas mejorado. Por lo que acerté a saber, Spoomer no parecía haber hecho ningún regalo a la chica.
—Tal vez sea porque es capitán —dijo el sargento—. O porque por esas condecoraciones no tiene necesidad de hacérselos.
—Debe de ser eso —dije.
Y eso era la chica, la chica que, adornada con la bisutería de a céntimo que le regalaba Sartoris, servía la cerveza y el vino a los soldados británicos y franceses en una callejuela de difícil acceso, en Amiens, la chica por culpa de la cual Spoomer se aprovechaba de su rango para traicionar a Sartoris con ella, al tiempo que obligaba a Sartoris a permanecer en el aeródromo, ocupado en cumplir tareas especiales, y encerrando al perro para que Sartoris no tuviera forma de saber lo que había hecho él. Y Sartoris se vengaba en la medida de lo posible encontrando al perro y soltándolo, para que pudiera escarbar a su antojo en la basura a donde iban a parar los desperdicios plebeyos.
Entró en el hangar en que estábamos el sargento y yo: un muchacho alto, de ojos claros, en una cara que podía resultar o contenta o mohína, y del todo carente de humor. Me miró.
—Hola —dijo.
—Hola —dije. El sargento hizo ademán de levantarse.
—Adelante, sigan a lo suyo —dijo Sartoris—. No tengo necesidad de nada.
Se dirigió al fondo del hangar, que estaba lleno de bidones de gasolina, de embalajes vacíos y demás. Carecía por completo de todo rastro de inhibición, y obraba sin cohibirse, con una total desvergüenza, a pesar de lo pueril de aquella operación en la que tanto se afanaba.
El perro estaba en uno de los embalajes. Salió tal como era, enorme, con un pelaje crespo, de color leonado; Ffollansbye ya me había contado que quitando el ala que lucía Spoomer y su Estrella de Mons y su condecoración de la Orden de Distinción en el Servicio Prestado, el perro y su dueño eran muy parecidos. Salió del hangar sin premura, lanzándome una breve mirada de refilón. Lo vimos marchar y desaparecer al doblar la esquina, camino del comedor de los soldados. Sartoris entonces se dio la vuelta y regresó al comedor de los oficiales, desapareciendo del mismo modo.
Poco después llegó la patrulla vespertina. Mientras los aparatos formaban en fila apareció en el aeródromo el coche de la escuadrilla y se detuvo ante el comedor de los oficiales. Bajó Spoomer.
—Fíjese bien —dijo el sargento—. Intentará que no se le note que estaba atento, que no estaba pendiente de todo.
Se llegó hasta los hangares, grandullón, enorme, con unas medias verdes, de jugar al golf. No reparó en mí hasta que ya entraba en el hangar. Se detuvo; fue un gesto casi imperceptible, y entonces entró lanzándome una breve mirada de refilón.
—Qué hay —dijo con un tono de voz agudo, nervioso, en tensión. El sargento se había puesto en pie. Yo ni siquiera vi si Spoomer miraba hacia el fondo, hacia el embalaje que había caído de costado, aunque sí se había quedado clavado en el sitio.
—Sargento —dijo.
—Señor —dijo éste.
—Sargento —dijo Spoomer—, ¿han llegado ya esos cronómetros?
—Sí, señor. Se recibieron hace dos semanas. Ya están todos en uso.
—Eso está bien, está muy bien —se dio la vuelta, me lanzó de nuevo una breve mirada de refilón y siguió camino por delante de los hangares, más bien con lentitud. Desapareció.
—Ahora fíjese bien —me dijo el sargento—. Seguirá por allí hasta que crea que ya no le estamos mirando.
Lo miramos. De nuevo apareció a la vista, atravesando el campo hacia el comedor de los soldados, ahora a paso más vivo. Desapareció al doblar la esquina. Apareció un momento más tarde, arrastrando a la bestia enorme, inerte, sujetándolo por el cogote.
—Tú no debes comer esa bazofia —dijo—. Eso es para los soldados.
IV
No supe entonces qué sucedió después. Sartoris no me lo dijo hasta más adelante, pasado un tiempo. Puede que hasta ese momento no tuviera a su favor más que el instinto y alguna prueba circunstancial que le indicasen que estaba siendo objeto de traición: pruebas como era que a Sartoris se le encargase algún cometido que nada tenía que ver con sus atribuciones, y que le obligaba a pasar toda la tarde fuera del aeródromo, para encontrar después al perro escondido y ponerlo en libertad y verlo desaparecer por la carretera de Amiens con su galope inconfundible, desmañado.
Pero algo sucedió. Todo lo que llegué a saber entonces fue que una tarde Sartoris encontró al perro y lo vio marcharse para Amiens. Entonces incumplió las órdenes recibidas, tomó prestada una motocicleta y también él se fue a Amiens. Dos horas después volvió el perro y se pasó por la puerta de cocina del comedor de los oficiales, y poco más tarde llegó el propio Sartoris en un camión (ya estaban evacuando Amiens) cargado con enseres domésticos y conducido por un soldado francés con blusón de campesino. La moto iba cargada en el camión, aunque no parecía que tuviera arreglo. El soldado contó que Sartoris había terminado por derrapar, estrellándose en la cuneta, cuando iba a toda velocidad intentando atropellar al perro.
Sólo que nadie supo lo que había ocurrido, o no lo supo entonces. Aunque yo había imaginado la escena antes de que me la contase. Me lo imaginé allí, en un cuartucho lleno de soldados franceses, y la vieja bruja (sabía interpretar las insignias, seguro; al menos los galones) impidiéndole el paso a la vivienda. Me lo imagino furioso, aturdido, sin decir ni pío (no sabía hablar francés), sacándoles más de una cabeza a todos los franceses a los que no era capaz de entender, convencido de que se estaban riendo de él.
—Fue por eso —me dijo—. Se me reían a la cara sin mover un músculo, y todo por culpa de una mujer. Yo sabía que él estaba allí arriba y ellos sabían que yo lo sabía, y que si arramplaba con todo y lo sacaba a la calle a rastras y le abría la cabeza, no sólo me apartarían del servicio, sino que me caería una condena a cadena perpetua por haber infringido los artículos de la alianza al invadir propiedad extranjera sin la debida autorización.
Volvió entonces al aeródromo y se encontró con el perro por la carretera e intentó atropellarlo. El perro llegó por sus propios medios y Spoomer regresó algo más tarde y ya se lo llevaba sujeto por el collar, para que no metiera el hocico en los desperdicios del comedor de los soldados, cuando llegó la patrulla vespertina. Salieron seis y regresaron cinco, y el jefe de la patrulla saltó de la máquina antes de que se detuviera del todo el rotor de la hélice. Llevaba un trapo ensangrentado en la mano derecha y fue corriendo hacia Spoomer, que estaba agachado delante del perro, pasivo, con las patas tiesas.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Han tomado Cambrai!
Spoomer ni siquiera lo miró.
—¿Quiénes?
—¡Los alemanes, por Dios!
—Bueno, pues sea por Dios —dijo Spoomer—. Venga, largo de aquí. Ya te he explicado mil veces que eso es una bazofia que no es para ti.
Un hombre así es invulnerable. Cuando Sartoris y yo hablamos por vez primera se lo quise decir. Pero entonces me enteré de que Sartoris también era invencible. Aquella primera vez hablamos.
—Intenté convencerle de que me dejara enseñarle a pilotar un Camel —dijo Sartoris—. Le dije que le enseñaría sin pedir nada a cambio. Le dije que desmantelaría la carlinga para montar los mandos dobles y todo a cambio de nada.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Para qué?
—O lo que fuera. La idea era que eligiese él. Que tomase un Scout Experimental, si quería, y yo cogería un Armstrong F. K. 8, e incluso un F. E. 2, y que me lo cepillaba en el cielo en un visto y no visto. Que lo iba a dejar tan clavado en tierra que iba a tener que hacer el pino para poder tragar un buche de agua.
Dos veces hablamos: aquella primera vez y la última.
—Bueno, pues se ve que has hecho algo aún mejor —le dije la última vez.
Apenas le quedaban dientes entonces, y no se le entendía muy bien al hablar, y eso que nunca se le dio bien hablar de nada, un hombre que vivió y murió siendo dueño tal vez de doscientas palabras.
—¿Mejor que qué? —dijo.
—Dijiste que lo ibas a borrar del cielo. Pero no has hecho eso, has hecho algo aún mejor. Lo has echado a patadas. No se le volverá a ver el plumero por todo el continente europeo.
V
Creo haber dicho que era invulnerable. El 11 de noviembre de 1918 no pudo acabar con él, no pudo condenarle a engordar año tras año, sentado tras la mesa de un despacho, con lo que fue algo endurecido, y flaco, y que de inmediato fue entrando en penumbra, aturdido, traicionado, porque para ese día ya llevaba casi seis meses muerto.
Lo mataron en julio, pero hablamos aquella segunda vez, la otra vez anterior. Esta última vez fue una semana después de que aterrizase la patrulla vespertina e informase de la caída de Cambrai, una semana después de que oyésemos caer las bombas en Amiens. Me lo contó él mismo, desdentado como estaba. Despegó toda la escuadrilla entera. Él abandonó su ruta de vuelo tan pronto llegaron al trecho por donde se había roto el frente, y volvió pilotando su avión hasta Amiens con una botella de coñac en la pernera del mono de piloto. Estaban evacuando Amiens, las carreteras llenas de camiones y carretas cargados con enseres domésticos, de ambulancias del hospital de campaña; estaba prohibida la entrada en la ciudad y en los terrenos colindantes.
Aterrizó en un prado apenas practicable, con muy poco espacio. Dijo que había una vieja que trabajaba en el campo al otro lado del canal (dijo que seguía estando allí cuando regresó una hora después, terqueando agachada entre las filas de hortalizas, bajo el aire húmedo de la primavera, sacudido a intervalos lentos, monstruosos, por el estruendo de las bombas que caían en la ciudad) y una ambulancia ligera, detenida a mitad de camino, en la cuneta.
Fue hacia la ambulancia. El motor aún estaba en marcha. El conductor era un joven con gafas. Parecía un estudiante y estaba más borracho que una cuba, medio espatarrado fuera de la cabina. Sartoris le pegó un lingotazo a su botella y trató de despertar al conductor, pero en vano. Bebió otro buen trago (imagino que para entonces ya iba bastante puesto; me contó que esa misma mañana, cuando Spoomer se marchó en el coche y él encontró al perro y lo vio tomar la carretera de Amiens, intentó que el oficial que estaba al mando de las operaciones le permitiera abstenerse de patrullar, mientras el oficial de operaciones le dijo que la escuadrilla La Fayette lo esperaba en la meseta de Santerre), introdujo al conductor en la ambulancia y se puso al volante para llegar a Amiens.
Dijo que el cabo del ejército francés bebía de la botella en un portal cuando pasó por delante y detuvo la ambulancia frente al cafetín. La puerta estaba cerrada. Se ventiló del todo la botella de coñac y echó abajo la puerta del cafetín de un empellón, como hacen cuando juegan al fútbol americano, cargando con el hombro. Entró. Estaba desierto. Los bancos, taburetes y mesas estaban volcados, ni una sola botella en los estantes, y dijo que al principio ni siquiera supo a qué había ido, así que pensó que debía de ser por las ganas que tenía de beber. Encontró una botella de vino bajo el mostrador y partió el cuello de un golpe contra el canto, y dijo que allí se quedó plantado, viéndose en el espejo que había detrás de la barra, tratando de recordar a qué había ido. «Estaba como loco», dijo.
Cayó entonces el primer obús. Me lo imagino: él allí de pie, en una sala silenciosa, apacible, maloliente, con la puerta vencida de un empellón, la ciudad meditabunda y a la espera algo más allá, y entonces le llegó ese sonido lento, sin prisa, reverberante, que taladra el aire espeso de la primavera como una mano posada sin premura en el húmedo silencio; dijo que el polvo o la arena o el yeso, lo que fuera, se espolvoreó por alguna parte, susurrando en un tenue cuchicheo, y que un gato grande y delgado saltó por encima del mostrador en perfecto silencio y voló hasta el suelo, para esfumarse acto seguido como el mercurio sucio.
Vio entonces la puerta cerrada tras el mostrador y se acordó de lo que le había llevado allí. Dio la vuelta al mostrador. Supuso que la puerta también estaría cerrada, y agarró el pomo y tiró con toda su fuerza. No estaba cerrada con llave. Dijo que pegó un portazo contra los estantes y que hizo un ruido como el de un disparo, que le llevó a dar un respingo. «Me di de cabeza contra el mostrador —dijo—. A lo mejor después me quedé un poco grogui».
Fuera como fuese, se sostuvo en pie sujetándose a la puerta, mirando a la vieja. Estaba sentada en el último peldaño, con el delantal por encima de la cabeza, meciéndose de delante atrás. Dijo que llevaba bastante limpio el delantal, que se movía como el pistón de un motor y que él se quedó en la puerta, quieto, babeando un poco.
—Madame —le dijo. La vieja seguía meciéndose. Él se enderezó con cuidado y se inclinó a tocarle el hombro—. Toinette —dijo—. Où est-elle, Toinette?
Es probable que ése fuera todo el francés que sabía; eso, junto con el añadido de vin, sumado a sus 196 palabras en inglés, componía todo su vocabulario.
La vieja tampoco le respondió. Se mecía de delante atrás como si fuese un juguete de cuerda. Pasó con cuidado por encima de ella y subió la escalera. Había una segunda puerta en lo alto de la escalera. Se detuvo allí, aguzó el oído. Se le llenó la garganta de un líquido caliente, salado. Escupió babeando; se le volvió a llenar la boca. Esa otra puerta tampoco estaba cerrada con llave. Entró sin hacer ruido. Dentro vio una mesa y en ella una gorra de color caqui con la insignia en bronce del Ejército del Aire, y allí de pie, babeando, en la puerta, el perro saltó desde el rincón más alejado de la ventana, y mientras el perro y él se escrutaban mutuamente por encima de la gorra el estruendo del segundo obús llegó apagado y monstruoso a la habitación, agitando las cortinas lacias de la ventana.
Al dar la vuelta a la mesa, el perro también se movió, de modo que la mesa se interpusiera entre ambos, mirándolo en todo momento. Procuraba no hacer ruido, pero golpeó la mesa al pasar (tal vez mientras miraba al perro) y contó que al llegar a la puerta frontera y ponerse al lado con la respiración contenida, babeando, oyó el silencio en la habitación contigua.
—Maman? —dijo una voz.
Dio una patada contra la puerta y luego cargó de un empellón como en el fútbol americano, atravesando la puerta y todo. La muchacha dio un chillido. Pero él dijo que no llegó a verla, que nunca llegó a ver a nadie. Tan sólo oyó el chillido al caer a cuatro patas en la otra habitación. Era un dormitorio; en uno de los rincones había un armario ropero enorme, de dos puertas. El armario estaba cerrado, la habitación parecía desierta. No se dirigió al armario. Dijo que se limitó a seguir donde estaba, a cuatro patas, babeando como una vaca, escuchando apagarse la reverberación del tercer obús, viendo las cortinas abombarse hacia el interior como si alguien respirase tras ellas.
Se puso en pie. «Aún estaba grogui —dijo—. Y me imagino que el coñac y el vino se me habían revuelto en las tripas». Yo diría que sí, seguro. Había una silla, y encima unos pantalones bien doblados, y una guerrera con el ala, distintivo del observador, y dos condecoraciones, y un cinturón reglamentario. Ya de pie, mirando la silla, le llegó el estruendo del cuarto obús.
Recogió las prendas. La silla cayó de costado y la apartó de una patada, escabulléndose pegado a la pared hacia la puerta destrozada, para pasar a la primera habitación y recoger la gorra de la mesa. El perro ya no estaba.
Salió al rellano. La mujer seguía sentada en el último peldaño con el delantal por encima de la cabeza, meciéndose de delante atrás. Él permaneció en lo alto de la escalera, aguantando, esperando a escupir.
—Que faites-vous en haut? —oyó decir a una voz que le llegó de abajo.
Desde allí vio el rostro alzado, con bigote, del cabo francés con el que se había cruzado por la calle, el que bebía de la botella. Se miraron unos instantes.
—Descendez —dijo el cabo, e hizo un gesto perentorio con el brazo. Sujetando las prendas en una mano, Sartoris se apoyó con la otra en el pasamanos y saltó por encima.
El cabo se hizo a un lado. Sartoris siguió a la carga, dejándolo atrás, dándose contra la pared y golpeándose de nuevo la cabeza, un golpe que le sonó a hueco. Al ponerse en pie y darse la vuelta, el cabo le asestó una patada intentando darle en la pelvis. Volvió a soltarle una patada. Sartoris dio con el cabo por tierra; quedó tendido boca arriba, con el incómodo capote, buscándose algo en el bolsillo y lanzando una nueva patada a la entrepierna de Sartoris. El cabo entonces liberó la mano y disparó a quemarropa contra Sartoris, con una pistola de cañón corto.
Sartoris saltó sobre él sin darle tiempo a disparar de nuevo, pisoteando la mano con que empuñaba el arma. Dijo que notó los huesos del otro bajo la bota, y que el cabo se puso a chillar como una mujer tras el bigote de bandolero. Eso fue lo que le hizo gracia, dijo Sartoris, que ese sonido llegase de detrás de un bigotazo como el de un pirata de opereta. Y dijo que le puso fin sujetando al cabo con una mano y descargándole con la otra un puñetazo en el mentón hasta que ya no lo oyó. Dijo que la vieja no había dejado de mecerse en ningún momento bajo el delantal almidonado. «Como si se hubiese vestido de domingo a la espera del saqueo y la rapiña», dijo.
Recogió las prendas. En el bar dio otro trago a la botella y volvió a mirarse en el espejo. Vio entonces que sangraba por la boca. Dijo que no supo si se había mordido la lengua al saltar el pasamanos de la escalera o si se había cortado con el cuello partido de la botella. Se la terminó y la arrojó al suelo.
Dijo que no supo entonces qué se proponía hacer. Dijo que ni siquiera se dio cuenta de nada cuando sacó a rastras de la ambulancia al conductor inconsciente y lo vistió con los pantalones y la gorra y la guerrera condecorada del capitán Spoomer, antes de volver a echarlo dentro de la ambulancia.
Recordaba haber visto un polvoriento recado de escribir detrás del mostrador. Fue a buscarlo y encontró en un bolsillo del mono de piloto un trozo de papel, una factura que le había emitido ocho meses atrás un sastre de Londres, y apoyado sobre el mostrador, babeando, entre un escupitajo y otro, anotó al dorso del papel el nombre del capitán Spoomer, su número de escuadrilla, su aeródromo, para colocar el papel en el bolsillo de la guerrera, debajo de las condecoraciones y el ala, y volver al volante de la ambulancia hasta el campo en que había dejado su avión.
Había un batallón del Cuerpo Armado de Australia y Nueva Zelanda apostado junto a la carretera. Dejó con ellos la ambulancia y dentro a su pasajero durmiente, y cuatro de los soldados le ayudaron a poner el motor en marcha y a sujetar las alas para el apurado despegue.
Regresó al frente. Dijo que no recordaba ni siquiera haber llegado allí; dijo que lo último que recordaba era a la anciana en el campo, y que de pronto se encontró en medio del fuego de artillería, volando tan bajo que percibía los impactos en el aire, entre sus alas y la tierra, y distinguía los rostros de los soldados. Dijo que no llegó a saber qué tropas eran, si suyas o nuestras, y que de todos modos las castigó ametrallándolas. «Porque nunca he sabido yo que un hombre en tierra haya sido herido por un avión —dijo—. Bueno, sí; lo retiro. Una vez, en Canadá, un agricultor que labraba en medio de un campo de mil acres de extensión. Un cadete que se le estrelló encima».
Luego volvió a la base. En el aeródromo le dijeron que había pasado volando entre dos hangares, en vuelo rasante, despacio, tanto que vieron las válvulas de las dos ruedas, y que tras rodar por la pista levantó de nuevo el vuelo. El sargento de artillería me contó que ascendió en vertical hasta calar el motor, y que mantuvo el Camel en vuelo invertido. «Estaba mirando al perro —dijo el sargento—. Había vuelto una hora antes y estaba detrás del comedor, escarbando en el cubo de la basura». Dijo que Sartoris cayó en picado hacia el perro y que trazó un loop con dos giros y de nuevo puso el aparato en ascenso vertical, librando por poco un ala y en todo momento en vuelo invertido. El sargento dijo luego que probablemente no dio entrada suficiente al aire en el motor, porque a cien pies de altura el motor dijo basta, y en vuelo invertido Sartoris atravesó las copas de los dos únicos álamos que habían dejado sin talar.
El sargento dijo que salieron corriendo hacia la humareda, hacia el amasijo de cables y madera. Antes de que la alcanzaran, el perro salió trotando de detrás del comedor de los soldados. Dijo que el perro fue el primero en llegar y que vieron a Sartoris a cuatro patas, vomitando, mientras el perro lo miraba. El perro se acercó y husmeó el vómito, y Sartoris se puso en pie y, en precario equilibrio, le dio una patada sin fuerza, pero con toda intención, salvaje.
VI
El conductor de la ambulancia, con el uniforme de Spoomer, fue devuelto al aeródromo por orden del capitán de los australianos y neozelandeses. Lo acostaron, y seguía durmiendo a pierna suelta cuando el general de brigada y el comandante del Ala llegaron por la tarde. Allí seguían cuando una carreta tirada por una pareja de bueyes apareció en el aeródromo y se detuvo. Sentado sobre las jaulas de alambre llenas de gallinas iba Spoomer con una falda de mujer y un echarpe de punto. Al día siguiente Spoomer regresó a Inglaterra. Nos enteramos de que iba a ser coronel interino en una academia de vuelo.
—Eso al perro le gustará —dije.
—¿Al perro? —dijo Sartoris.
—Allí tendrá mejor comida —dije.
—Ah —dijo Sartoris. Lo habían rebajado a subteniente por incumplimiento del deber al entrar en una zona prohibida con un aparato que era propiedad del Gobierno que, por añadidura, dejó sin vigilancia, y fue trasladado a otra escuadrilla, a una que hasta los pilotos de los F. E. 2, que eran ingobernables, llamaban «la Lavandería».[2]
Esto sucedió la víspera de su partida. No le quedaba ni un diente en su sitio y pidió disculpas por lo mal que hablaba, aunque tampoco sabía hablar cuando tenía la boca intacta.
—Lo bueno —dijo— es que es otra escuadrilla de Camels. Es para morirse de risa.
—¿Para morirse de risa? —dije.
—Es que a mí montarlos no se me da mal. Sé aguantarme con la ametralladora en ristre y mantener las alas niveladas de vez en cuando. Pero no sé pilotar un Camel. Para aterrizar a los mandos de un Camel hay que aflojar la válvula de aire y dejar que se vaya posando. Cuentas hasta diez, y si no te esnafras es que puedes enderezar. Y si te puedes poner de pie y echar a andar, es que has tenido un buen aterrizaje. Y si luego ese trasto se puede volver a usar, eres un as. Pero eso no tiene ninguna gracia.
—¿El qué?
—Los Camels. Lo bueno del caso es que ésta es una escuadrilla de vuelo nocturno. Supongo que estarán todos en la ciudad y que no vuelven hasta que es de noche para despegar. Me han enviado a una escuadrilla de vuelo nocturno. Por eso es para morirse de risa.
—No me reiría yo —dije—. ¿No hay nada que se pueda hacer para remediarlo?
—Claro. Accionar la dichosa válvula del aire como es debido y no estrellarte. Impedir la colisión y que no revienten los indicadores de posición. Eso es pan comido. Basta con pasar la noche entera volando, apagar los indicadores y tomar tierra cuando amanece. Por eso me muero de risa. Yo ni siquiera sé pilotar un Camel en pleno día. Y ellos no tienen ni idea.
—De todos modos, lo has hecho mejor de lo que prometiste —dije—. Lo has echado a patadas. No se le volverá a ver el plumero por todo el continente europeo.
—Sí —dijo—. Eso sí que tiene gracia. Ha tenido que volver a Inglaterra, en donde no queda un solo hombre. Mira tú cuántas mujeres, sin un solo hombre entre dieciocho y ochenta que le eche una mano. Es para morirse de risa.
VII
Cuando llegó julio, yo seguía en las oficinas del Ala, todavía acostumbrándome a la pierna ortopédica y sentado ante una mesa con unas tijeras, un tarro de cola y otro de tinta roja, y los sobres finos, delgados, unos manchados y otros limpios, que iban llegando en tandas periódicas, sobres destinados a ciudades y aldeas y a veces a lugares que no eran siquiera aldeas, repartidos por toda Inglaterra, cuando un día me encontré con dos dirigidos a la misma persona, al mismo lugar de Estados Unidos: una carta y un paquete. Primero me ocupé de la carta. No indicaba ni lugar ni fecha.
Querida Tía Jenny:
Sí, recibí los calcetines que me hizo Elnora. Están muy bien, porque se los di a mi ordenanza y dice que le sientan muy bien. Sí, aquí estoy mejor que en donde estaba, ésta es buena gente, lo único malo son los dichosos Camels. No dejo de ir a la iglesia, con eso cumplo aunque no siempre hay iglesia. A veces sí hay servicios para los mecánicos, porque supongo que un mecánico tiene esa necesidad, pero yo suelo estar muy liado los domingos, aunque calculo que voy lo suficiente. Dile a Elnora que muchas gracias por los calcetines, que están muy bien, aunque a lo mejor es mejor que no le digas que los regalé. Saluda de mi parte a Isom y a los otros negros y al Abuelo le dices que me ha llegado el dinero sin problemas pero que la guerra es cara que no veas.
Johnny
Claro está que no son los Mambrús de turno los que hacen las guerras, digo yo. Supongo que para hacer una guerra demasiadas palabras hacen falta. Puede que sea por eso.
El paquete iba dirigido, como la carta, a la señora Virginia Sartoris, de Jefferson, Mississippi. ¿Qué demonios se le habrá ocurrido enviarle, me dije? No me lo imaginaba eligiendo un regalo para una mujer residente en el extranjero, escogiendo una de esas bagatelas que algunos hombres saben escoger con una especie de tacto infalible. El suyo sería, si es que algo se le había ocurrido enviar, el mango de una manivela o, a lo mejor, unas cuantas bielas rescatadas de un aparato enemigo que se hubiera estrellado. Así que abrí el paquete. Y me quedé pasmado viendo el contenido.
Contenía un sobre con una dirección escrita, unos cuantos papeles arrugados, con los cantos doblados o rotos, un reloj de pulsera con la correa rígida, embadurnada de un líquido oscuro, seco, unas gafas de aviador a las que les faltaba un cristal, una hebilla de un cinturón de plata con un anagrama. Eso era todo.
No me hizo falta leer la carta. No tuve por qué ver el contenido del paquete, pero quise verlo. No quise leer la carta, pero tenía que hacerlo.
… Escuadrón de la R. A. F., Francia,
5 de julio de 1918
Mi querida señora:
Es mi deber comunicarle que su hijo fue abatido y murió ayer por la mañana. Lo derribaron cuando volaba en cumplimiento del deber tras las líneas enemigas. No fue por un descuido, ni por impericia. Era un hombre bueno. Las unidades de la aviación enemiga eran en ese momento más numerosas, y disponían de mayor altitud y velocidad, como suele ser nuestro infortunio aunque no sea culpa del Gobierno, que nos suministraría máquinas mejores si las tuviera, aunque eso no le sirva a usted de consuelo. Otro de los nuestros, el señor R. Kyerling, se encontraba mil pies más abajo porque su hijo pasó demasiado tiempo en el hangar y la semana pasada instalaron un motor nuevo en su aparato. El avión de su hijo se incendió en menos de diez segundos al decir del señor Kyerling, y saltó del aparato porque volaba en ese momento de lado, en descenso, y era seguro, hasta que el enemigo tiroteó el estabilizador y los controles y entró en barrena. Me entristece mucho enviarle esta penosa noticia, aunque tal vez le consuele saber que se le enterró con el concurso de un presbítero. El resto de sus efectos personales se le enviarán más adelante.
Atentos saludos,
C. Kaye, comandante
Se le dio sepultura en el cementerio que hay al norte de Saint Vaast, pues tenemos la esperanza de que no vuelva a ser bombardeado, ya que tenemos la esperanza de que esto acabe pronto, según nuestro capellán, puesto que eran dos Camels y siete los enemigos, esta vez nos tocó a nosotros.
C. K., com.
El resto de los papeles eran cartas de su tía abuela, no muchas, no muy largas. Desconozco por qué las había conservado, pero así fue. Acaso las hubiera olvidado, como olvidó la factura del sastre londinense que encontró en su mono de piloto aquel día de primavera en Amiens.
… y deja en paz a esas mujeres extranjeras. Yo he pasado ya una guerra y sé cómo se comportan las mujeres en la guerra, incluso con los yanquis. Y un granuja como tú, que no sirve para nada…
Y esta otra:
… creemos que va siendo hora de que vuelvas a casa. Tu abuelo se va haciendo viejo, y no parece que alguna vez se vaya a terminar esa guerra allá tan lejos. Así que vuelve a casa. Ahora hasta los yanquis se han metido en ese fregao. Que peleen ellos si quieren. Esa guerra es suya, no tiene nada que ver con nosotros.
Y eso es todo. Eso es. La valentía, la temeridad, llámesele como se quiera llamar, es un destello, un instante de sublimación, y ¡zas! La negrura de siempre. Por eso, es por eso. Es demasiado fuerte para consumirlo continuamente. Y si se consumiera continuamente no sería un destello, un resplandor. Por eso, porque es momentáneo, se puede preservar y perpetuar sólo en el papel: una imagen, unas cuantas palabras escritas que en cualquier momento, con un fósforo y una llama inofensiva que cualquier chiquillo puede prender, pueden desaparecer en el acto. Una astilla de madera, dos centímetros de largo, con una punta embadurnada de fósforo, es más larga que la memoria o el dolor; una llama no mayor que una moneda de seis peniques contiene más ferocidad que la valentía o la desesperación.
N. del T.:
[1] El general Horatio H. Kitchener (1850-1916) fue nombrado secretario de Estado para la Guerra en 1914. Amplió de forma desmedida el ejército británico y fue el responsable del envío en masa de las tropas a batallas costosísimas en vidas, e imposibles de ganar, como las del Somme y Passchendaele.
[2] En la jerga de las fuerzas aéreas, que un piloto se «lavara» equivalía a decir que había muerto en un accidente o que había tenido un accidente grave. Llamar «Lavandería» a una escuadrilla equivale a señalar la elevada mortandad de los pilotos de la misma, debida a la ingobernabilidad de los Camels.