Lilith
Marcel Schwob
Not a drop of her blood was human,
But she was made like a soft sweet woman.
DANTE GABRIEL ROSSETTI
Creo que la amó tanto como se puede amar aquí abajo a una mujer, mas su historia fue más triste que cualquier otra. Había estudiado mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francesca de Rimini cantaban en sus oídos.
En el primer ardor de su juventud amó apasionadamente a las atormentadas vírgenes del Correggio, cuyos cuerpos voluptuosos, enamorados del cielo, tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman dolorosamente al amor. Más delante, admiró el pálido esplendor humano de las figuras de Rafael, su apacible sonrisa, su virginal contento. Pero cuando llegó a ser él mismo, eligió como maestro, al suyo, en el que los rostros rígidos tienen la extraordinaria beatitud de misteriosos paraísos.
Y, entre las mujeres, primero conoció a Jenny, nerviosa y apasionada, de ojos adorablemente sombreados, sumidos en la lánguida humedad de una profunda mirada. Fue un amante triste y soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con áspero entusiasmo; y cuando Jenny se dormía, fatigada, con los primeros albores de la madrugada, él esparcía las brillantes guineas entre sus dorados cabellos; luego, contemplando sus párpados bajos y sus largas pestañas dormidas, su frente cándida que parecía ignorar el pecado, se preguntaba con amargura, acodado sobre las almohadas, si ella no prefería el oro amarillo a su amor y qué desencantados sueños pasaban bajo las transparentes paredes de su carne.
Luego imaginó a las jóvenes de los tiempos de superstición, que hechizaban a sus amantes cuando éstos las abandonaban. Eligió a Helena, que revolvía en un caldero de bronce la figura de cera de su pérfido prometido: la amó, mientras ella le atravesaba el corazón con una fina aguja de acero y la dejó por Fose-Mary, a quien su madre, que era un hada, había dado un globo cristalino de berilo como prenda de pureza. Los espíritus del berilo volaban por ella, acunándola con sus cantos. Mas cuando sucumbió, el globo se tornó color del ópalo y ella, en su furor, lo quebró con una espada; los espíritus del berilo escaparon gimiendo de la piedra quebrada, y el alma de Rose-Mary se fue con ellos.
Entonces él amó a Lilith, la primera mujer de Adán, que no fue creada de hombre. No fue hecha de roja tierra como Eva, sino de materia sobrehumana; era semejante a la serpiente, y ella fue quien tentó al animal para que a su vez tentara a los demás. Encontró que era mucho más mujer que la primera, de modo que a la joven del Norte que finalmente amó en esta vida y con la que se casó, le puso el nombre de Lilith.
Mas era un puro capricho de artista; ella se parecía a esas figuras prerrafaelinas que él revivía en sus telas. Tenía ojos del color del cielo, y su larga cabellera rubia era luminosa como la de Berenice que, después que ella la ofreció a los dioses, permanece dispersa por el firmamento. Su voz tenía el suave sonido de las cosas a punto de quebrarse; sus gestos eran suaves como plumas alisadas; y tan frecuentemente tenía ella el aspecto de pertenecer a otro mundo diferente, que él la contemplaba como una aparición.
Escribió para ella deslumbrantes sonetos, que se encadenaban con la historia de su amor, a los que dio el nombre de Casa de la vida. Los copió en un volumen hecho con páginas de pergamino; la obra se asemejaba a un misal pacientemente coloreado.
Lilith había nacido para esta tierra y no vivió mucho tiempo; y como ambos sabían que ella tenía que morir, lo consoló como pudo:
«Mi bienamado, le dijo. Desde las barreras doradas del cielo me inclinaré hacia ti. Tendré lirios en la mano, siete estrellas en el pelo. Te veré desde el puente divino tendido sobre el éter; y tú vendrás hacia mí y juntos iremos a las fuentes insondables de la luz. Y pediremos a Dios que nos permita vivir eternamente amándonos, como vivimos por un momento aquí abajo».
La vio morir mientras decía esas palabras, y él compuso de inmediato un magnífico poema, la más hermosa joya con que jamás se haya adornado a una muerta. Le parecía que hacía más de diez años que ella lo dejara; y la veía inclinada sobre las doradas barreras del cielo, hasta que éstas se entibiaban bajo la presión de su seno y los lirios se dormían en sus brazos. Ella le susurraba las mismas palabras; luego escuchaba largamente y sonreía: «Todo eso será cuando él venga», decía. Y él la veía sonreír; luego tendía ella sus brazos por las barreras y hundía el rostro entre sus manos, llorando. Y él escuchaba sus sollozos.
Fue la última poesía que escribió en el libro de Lilith. Lo cerró, para siempre, con cerrojos de oro y, rompiendo su pluma, juró haber sido poeta sólo para ella, y que Lilith se llevaría a la tumba su gloria.
Así los antiguos reyes bárbaros entraban al seno de la tierra seguidos de sus tesoros y de sus esclavos preferidos. Encima de la fosa abierta se degollaba a las mujeres que amaran y sus almas venían a beber la roja sangre.
El poeta que amara a Lilith le daba la vida de su vida, la sangre de su sangre; inmolaba a ella su inmortalidad terrena y depositaba en el féretro su esperanza en el futuro.
Levantó la luminosa cabellera de Lilith, y colocó el manuscrito bajo su cabeza; tras la palidez de su piel, veía él brillar el tafilete rojo y los broches de oro que encerraban la obra de su vida.
Luego huyó, lejos de la tumba, lejos de todo lo que fuera humano, llevando en su corazón la imagen de Lilith y en su cerebro sus versos que cantaban. Viajó buscando nuevos horizontes que no le recordaban a su amiga. Pues quería conservar su recuerdo por sí mismo, y no que la vista de objetos indiferentes la hiciera aparecer de nuevo ante sus ojos, no una Lilith humana, de verdad, como pareciera ser en su efímera forma, sino una de las elegidas, idealmente ubicada más allá del cielo, a la que un día iría a unirse.
Pero el ruido del mar le recordaba su llanto, y él escuchaba su voz en lo más profundo de los bosques; y la golondrina, al girar su negra cabeza, imitaba el gracioso movimiento del cuello de su bienamada, y el disco de la Luna, quebrándose en las obscuras aguas de los remansos del bosque, le enviaba millares de doradas y fugitivas miradas. De pronto una gacela que se escondía entre los matorrales, le apretaba el corazón con un recuerdo; la bruma que envuelve los boscajes a la azulada luz de las estrellas, tomaba forma humana para avanzar hacia él, y las gotas de agua de la lluvia cayendo sobre las hojas secas parecía el ligero ruido de los dedos de la amada.
Cerró los ojos ante la naturaleza; y en la sombra en que pasan las imágenes de sangrienta luz, vio a Lilith, tal como la había amado, terrestre, no celeste, humana, no divina, con mirada cambiante de pasión que era a la vez la mirada de Helena, de Rose-Mary y de Jenny; y cuando él quería imaginarla inclinada sobre las barreras de oro del cielo, en la armonía de las siete esferas, su rostro expresaba la añoranza de las cosas terrenales, la infelicidad de ya no amar.
Entonces él deseó tener los ojos sin párpados de los seres infernales, para escapar a sus tristes alucinaciones.
Y quiso recuperar por cualquier medio esa imagen divina. Pese a su juramento, trató de describirla, y la pluma traicionó sus esfuerzos. Sus versos lloraban también sobre Lilith, sobre su pálido cuerpo encerrado en el seno de la tierra. Entonces recordó (pues habían pasado ya dos años) que había escrito maravillosos poemas en los que su ideal resplandecía extrañamente. Se estremeció.
Cuando la idea lo asaltó de nuevo, ya no lo dejó. Antes que nada era poeta. Correggio, Rafael y los maestros prerrafaelinos, Jenny, Helena, Rose-Mary, Lilith no habían sido más que ocasiones para su entusiasmo literario. ¿Lilith también? Tal vez… y sin embargo Lilith se resistía a volver a él en otra forma que no fuera la dulce y tierna de mujer terrena. Pensó en sus versos; recordó fragmentos que le parecieron bellos. Se sorprendió diciendo: «Y sin embargo debía haber allí cosas muy buenas». Rumió la amargura de la gloria perdida. El hombre de letras renació en él y lo tornó implacable.
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Una noche se encontró, temblando, perseguido por un tenaz hedor que se prendía a sus ropas, con la humedad de la tierra en sus manos, un ruido de maderas rotas en sus oídos… y ante sí el libro, la obra de su vida que acababa de arrebatarle a la muerte. Había robado a Lilith; se sentía desfallecer ante el recuerdo de sus cabellos apartados, de sus manos hurgando entre la podredumbre de lo que había amado, de ese tafilete opaco que olía a muerte, de esas páginas odiosamente mojadas, de las que se escapaba la gloria con un hedor de corrupción.
Y cuando volvió a ver el ideal por un instante presentido, cuando creyó ver de nuevo la sonrisa de Lilith y beber sus raudas lágrimas, lo acometió el frenético deseo de esa gloria. Arrojó el manuscrito a la prensa de las imprentas, con el sangrante remordimiento de un robo y una prostitución, con la dolorosa sensación de una no saciada vanidad. Abrió al público su corazón y le mostró sus heridas; arrastró ante los ojos de todos el cadáver de Lilith y su inútil imagen entre las elegidas; y en ese tesoro violado por un sacrilegio, entre el murmullo de las frases, resuenan crujidos de ataúd.