James Joyce en París: sus últimos años
V. B. Carleton
En la primavera de 1938, James Joyce tenía cincuenta y seis años. Aquel hombre esbelto y elegante gozaba de una fama singular en París. El drama de su semiceguera, la encendida controversia que provocaban sus obras y las extrañas historias que circulaban sobre sus caprichos, hábitos, fobias y miedos se conjugaban para mantener el interés del público. El autor de los brillantes relatos de Dublineses, del semiautobiográfico Retrato del artista adolescente, y del turbador y monumental Ulises destacaba entre el panorama literario de París como un genio de proyección mundial y un maestro de la prosa experimental que había obrado con éxito una transformación en su lengua materna.
Joyce había recalado en París, procedente de Trieste, el 8 de julio de 1920, con idea de hacer una parada de apenas unos días de camino a Londres e Irlanda. Pero Ezra Pound presentó inmediatamente al joven y controvertido autor a varios de sus amigos más cercanos. El 11 de julio, Joyce conoció a Adrienne Monnier y a Sylvia Beach en casa de otro escritor, André Spire. Poco después, Ludmilla Savitzky, que más adelante traduciría el Retrato al francés, prestó a la familia Joyce su piso en el número 5 de la rue de l’Assomption. París acogió con los brazos abiertos a aquel irlandés autoexiliado, y acabó por convertirse en la ciudad en la que más a gusto se encontraba, donde hallaba reconocimiento, amigos leales y una cierta paz tras los años amargos de miseria y rechazo.
En 1938, sin embargo, Joyce entró en el período más oscuro y trágico de su vida, a pesar de que ninguno de los miembros de su círculo se percató de la verdad, y el propio Joyce apenas la presentía. Aquellos fueron sus últimos años, condenados a acabar en otro exilio y en una muerte repentina. Aquella primavera aún vivía en el espacioso piso de cinco habitaciones del quinto piso del número 7 de la rue Edmond-Valentin al que se había trasladado algunos años atrás. El 7ème arrondissement, con sus amplias avenidas y sus casas floridas llenas de balcones, siempre había sido uno de los distritos parisinos predilectos de Joyce. Cuando salía de casa, podía ver la Torre Eiffel alzarse como un surtidor contra el cielo luminoso; muy cerca, el Sena —que él había rebautizado, en su particular lengua de poeta, Anna Sequana— discurría silencioso e infinito bajo puentes castigados por el tiempo.
Joyce, que en esencia era un hombre familiar, había fundado un auténtico hogar en la rue Edmond-Valentin, un lugar cargado de significado y recuerdos. Allí tenía su biblioteca y sus cuadros, y cómodos sillones que invitaban a conversar largas horas —pues Joyce era un anfitrión de lo más atento y considerado—; contra una de las paredes del salón reposaba el piano de alquiler que colmaba su pasión por la música y sobre el que lucían flores y fotografías de la familia.
En casa, Joyce siempre hacía gala de una elegancia algo excéntrica, fin-de-siècle, en el vestir: un batín de terciopelo púrpura o burdeos, un pañuelo gris alrededor del cuello y un chaleco recamado que había sido de su padre. En sus manos refinadas, que casi parecían no tener huesos, Joyce portaba varios anillos de oro muy trabajado con piedras preciosas engastadas. Sus ojos claros, dañados por las continuas agresiones de iritis, glaucoma y cataratas, nunca perdieron del todo aquella mirada absolutamente inquisitiva, penetrante y un tanto perpleja, cuya belleza —irreal, diamantina— ni siquiera las gruesas lentes que se veía obligado a llevar conseguían distorsionar.
Solo los más allegados a Joyce se percataban de que su rostro alargado y ascético había perdido su rubicunda lozanía para dejar paso a una palidez antinatural. Los labios finos se habían secado y parecían exangües bajo el bigotillo cano y apurado que se atusaba con suavidad cada vez que estaba preocupado o enfrascado en sus pensamientos. Su pelo, en otro tiempo castaño, escaseaba ya, encanecido. Sus movimientos se hacían más lentos. Aun así, caminaba con un paso firme y ágil que sorprendía a la mayoría, quienes, sabedores de lo poco que veía Joyce, se lo imaginaban vacilante.
Pero más profunda que cualquier cambio externo era su transformación interior. A lo largo de toda su vida, la personalidad de Joyce se había caracterizado por los dorados destellos del ingenio irlandés, de un sentido del humor exquisito y una exuberancia espiritual que a menudo hallaba salida en una repentina y alegre balada, interpretada con su voz nítida y bien modulada de tenor, o una giga ligera —que bailaba como lo habría hecho una marioneta con las extremidades sueltas— ante un público de invitados boquiabiertos.
Pero ahora Joyce parecía sumido en un oscuro pozo de silencio interior; reía, o incluso sonreía, cada vez con menor frecuencia; más largos y más intensos eran los períodos de melancolía y depresión nerviosa. Sobre toda la familia se cernía la sombra que proyectaba la enfermedad de su adorada hija, Lucia. Aquella muchacha extremadamente sensible e inteligente de la que tanto esperaba Joyce (demasiado, tal vez) estaba internada en un hospital para enfermos mentales. Joyce, que durante años había negado que su hija sufriera trastornos psicológicos, insistiendo en que su conducta excéntrica se debía a procesos normales de la adolescencia, se vio obligado a aceptar finalmente el diagnóstico de los especialistas. Lucia padecía esquizofrenia.
Joyce alegaba en todo momento estar enfermo, ser víctima de calambres estomacales e indigestiones, síntomas que sus doctores atribuían a las preocupaciones y al exceso de trabajo. Con lo que tal vez fuera la clarividencia que negaba a quienes lo rodeaban, Joyce predijo con pesimismo mientras era fotografiado: «Finnegans Wake será mi última obra. Solo me queda ya morir».
Si alguna vez un libro ha contado con un padrino espiritual, ese papel lo desempeñó Eugene Jolas con Finnegans Wake. Este escritor genial, traductor y crítico nacido en Estados Unidos de padres de la región francesa de Lorena hablaba inglés, francés y alemán con idéntica fluidez. Había llegado a París a mediados de los años veinte acompañado de su esposa, María, oriunda de Kentucky. Los Jolas sorprendieron al mundillo literario cuando empezaron a publicar por entregas, en su revista de literatura experimental transition, fragmentos de un libro de Joyce titulado Work in Progress que más adelante sería Finnegans Wake. La perspicaz pareja no solo confiaba en la genialidad de Joyce, sino que además le dieron algo que él necesitaba mucho más que el reconocimiento literario: una amistad profunda y vivificante que duró hasta la muerte de Joyce y que incluía no solo al escritor sino también a su esposa e hijos.
Pese a su mala salud, su visión amenazada y las preocupaciones en torno a Lucia, Joyce, con la férrea disciplina que siempre lo había caracterizado como escritor, no permitió que nada se interpusiera en la titánica tarea de preparar la publicación en Inglaterra y Estados Unidos de su «libro monstruoso», como él mismo lo llamaba.
Al enfrentarse a las pruebas, Joyce nunca se limitaba a corregir; empezaba a componer todo de nuevo. Las páginas rebosaban comentarios escritos con una letra caracoleante y delicada, a menudo ilegible, que se desplegaba como una red protectora sobre las palabras, como si el autor se resistiera a desprenderse de aquel retoño nacido de su cerebro. Siempre que se acercaba una fecha de publicación, Joyce se volvía hipersensible, aprensivo y espantosamente vulnerable; casi como un niño, rogaba a sus amigos su opinión más sincera, que le ayudaría en su obra colosal. Aparte de los Jolas, Stuart y Moune Gilbert y Paul y Lucie Léon habían acogido al gigante en sus propias vidas y trabajaban a diario con él en Finnegans Wake, convencidos de que era su mejor obra.
Pero nunca su ansiedad, sus recelos, habían sido tan grandes como ahora. En Finnegans Wake, Joyce había alcanzado cotas que ningún otro escritor se había atrevido a explorar: penetraba en el amorfo, oscuro y anónimo mundo de la noche, de la consciencia del sueño, del hombre liberado de cualquier límite individual, usando la voz colectiva de toda la humanidad y un lenguaje de mito y leyenda. Pero ¿lo entenderían sus lectores?
El único esparcimiento de su labor creativa se la procuraban los paseos diarios que daba por la ciudad, acompañado —por lo general— por Jolas y a veces por Paul Léon, quien más adelante escribió: «La de veces que Joyce y yo contemplamos el Sena desde el Pont de l’Alma…».
París, ciudad de intensos contrastes: mujeres vestidas a la moda desfilan ante las lujosas boutiques de los Campos Elíseos; unas figuras en penumbra desaparecen por una callejuela adoquinada cuyas viviendas rezuman el hedor de siglos de humedad y deterioro. La ciudad inspiró algunas de las palabras-imagen más frescas e inolvidables.
"En las escaleras de la Bolsa de París, los hombres de piel dorada cotizando precios con sus dedos enjoyados. Parloteo de gansos…"
Ulises
… mientras una mujer vende con paciencia un par de zapatos viejos, una bicicleta rota, y exhibe, pinchados en la base de una corona funeraria ya desechada, unos molinillos que ha hecho para los niños.
Las tiendas de ultramarinos, con sus montículos de verdura apilada entre ramilletes rojizos y verdes de rábanos y lechugas, fascinaban a Joyce. Patatas fritas, caldo y carne de vaca, platos preparados para llevar… Un constante reclamo de comida.
Y sin embargo, en la zona trasera del mercado principal, Les Halles, los clochards, vagabundos que duermen en las orillas del río, comparten refugio y migajas de pan, unidos por la profunda camaradería que se establece entre quienes viven…
Ninguna calle parisina atesoraba recuerdos tan emotivos para Joyce como la pequeña rue de l’Odéon, que discurre en pleno corazón de la rive gauche, entre la Place de l’Odéon, cerca de los Jardines de Luxemburgo, y el Carrefour de l’Odéon, que se encuentra con el boulevard Saint-Germain. Joyce había vivido en esta zona de la ciudad cuando estuvo en París en 1902 con la vaga idea de estudiar medicina, un proyecto que pronto abandonó en beneficio de la literatura. A su regreso años más tarde, la rue de l’Odéon se había transformado en un estimulante núcleo de actividad literaria, gracias a las librerías de Adrienne Monnier y Sylvia Beach a ambos lados de aquella callecita tranquila, casi de pueblo.
Adrienne Monnier fue la primera en abrir una librería, La Maison des Amis des Livres. Inició el negocio en 1915, cuando la Primera Guerra Mundial había transformado aquella ciudad antaño alegre en un lugar frío, desalentador, aquejado de racionamiento y, como ella misma afirmó con buen tino, necesitado de cualquier tipo de solaz cultural. Durante casi cuarenta años, esta mujer abnegada —quien, como dijera su viejo amigo Jules Romains, había consagrado su vida a la literatura «igual que otros la consagran a la religión»— desempeñó un papel extraordinario en la vida literaria de Francia como librera, editora y crítica, además de amiga íntima de autores sobresalientes de la época. Su cara redondeada y serena, su mirada penetrante y lúcida, su tez arrebolada, la naricilla y el pelo castaño muy corto daban la impresión de que acababa de salirse de un lienzo de Brueghel, una imagen que quedaba reforzada por las prendas largas que siempre llevaba, inspiradas en las ondeantes sotanas de los sacerdotes que pasaban a diario por la rue Saint-Sulpice, cerca de la librería. La Maison des Amis des Livres no era solo una librería, ni una biblioteca de préstamo, ni una editorial, sino también un lugar de encuentro donde los escritores noveles asistían a lecturas de autores consagrados tras las cuales se les brindaba la oportunidad de entablar conversaciones informales y animadas.
Joyce y su círculo
Paul Valéry, el discípulo del simbolista Stéphane Mallarmé, llegó por primera vez a la librería con su voz suave y su pelo sedoso en 1917 para ofrecer una lectura de su nuevo poemario, La joven Parca. Amigo íntimo de Adrienne era también Georges Duhamel, autor del ciclo de novelas Crónica de los Pasquier. Con frecuencia, a última hora de la tarde estos dos colegas abandonaban las sesiones de la Académie Française —de la que ambos eran miembros— y se dirigían con paso lento a la rue de l’Odéon para encontrarse con otros autores.
Jules Romains desarrollaba por aquel entonces, en su serie Los hombres de buena voluntad, una teoría llamada «unanimismo» en la que la propia sociedad representaba el papel protagonista.
André Gide había ejercido una poderosa influencia sobre dos generaciones de escritores en Francia con novelas como El inmoralista, La puerta estrecha y Los monederos falsos. Debido a su considerable fortuna personal, Gide nunca se vio obligado a considerar la literatura como una profesión; la tenía por un arte que debe cultivarse como si fuera una planta peculiar. Gide vivía en la rue Vaneau, en un piso en la misma planta que su amiga de toda la vida María van Rysselberghe, viuda del pintor belga Théo van Rysselberghe y abuela de la hija de Gide, Catherine. Entre su círculo más íntimo era conocida como la Petite Dame.
La fama mundial le llegó tarde a Colette, la escritora más deliciosamente francesa de todas, que rehuyó los movimientos literarios y restringió su escritura al ámbito que mejor conocía: la exploración delicada y psicológica del corazón femenino.
Paul Claudel, poeta y dramaturgo católico, no alcanzaba a comprender la admiración que hombres como Gide y Valéry profesaban hacia el forastero Joyce. Claudel escribió a Adrienne Monnier que tanto el Retrato del artista adolescente como Ulises estaban imbuidos del «odio del renegado». Adrienne, a su vez, describía a Claudel, autor de La anunciación a María y El zapato de raso, como un hombre «que parecía un dios chino del trueno con un diminuto ciclón en el cuello en lugar de una nuez».
La vida provinciana de Francia y su destructiva crueldad, sus rígidas costumbres e hipocresía apabullante halló en François Mauriac a su adversario más encarnizado. «Solo en provincias conoce la gente el odio…» era el juicio que provocaban algunas pequeñas obras maestras como El beso al leproso, Genitrix y Thérèse Desqueyroux.
Nada más llegar a París en 1920, Joyce se sintió atraído por el grupo de poetas indirectamente conectados que se articulaban en torno a André Breton, Louis Aragon y Paul Éluard, los llamados surrealistas. Pero pronto descubrió que los demás escritores poco tenían que ofrecerle, y que tendría que labrarse su destino «solo y loco en mi soledad», como escribiera en Finnegans Wake.
Entre las primeras amistades que entabló Joyce se encontraba el también asiduo de la rue de l’Odéon Léon-Paul Fargue, poeta y ensayista, que añadió ciertos toques literarios a la traducción francesa de Ulises. En su libro Le piéton de Paris, un auténtico poema en prosa, Fargue describía con precisión el París que Joyce conoció y tanto apreció: sus diminutos bistros, las calles sinuosas, los parques, los puentes, los colores y olores… Y sus habitantes.
En la década de los treinta, una nueva generación de autores había descubierto la librería de Adrienne Monnier, jóvenes rebeldes que pretendían transformar la forma tradicional de la novela en un arma de protesta social. André Malraux, que había ganado el Premio Goncourt en 1933 con su novela La condición humana, basada en experiencias de primera mano en China, se unió a las fuerzas republicanas como aviador cuando estalló la guerra civil española, y escribió La esperanza con idéntica actitud personal intensa y enérgica.
Philippe Soupault era uno de los pocos escritores que Joyce conoció durante su juventud y con quien siguió relacionándose en los años treinta. Poeta visionario y sensible, Soupault fue uno de los primeros en atreverse con una traducción al francés de la parte más accesible de Work in Progress (Finnegans Wake), llamada «Anna Livia Plurabelle», el río que habla con la voz de la mujer eterna a través de la cual la vida transcurre y se abastece.
El existencialismo como filosofía de vida y perspectiva literaria ya había producido una novela tan sobresaliente como inquietante, La náusea, de Jean-Paul Sartre, cuyos relatos, recogidos bajo el título El muro, dieron lugar a estas declaraciones de Gide: «Tengo que conocerlo. Es el joven escritor más extraordinario y con el futuro más prometedor».
Sartre siempre iba acompañado de una hermosa joven de ojos azules, también clara exponente del existencialismo, que escribía su primera novela bajo un gran secretismo: Simone de Beauvoir.
Adrienne Monnier ejercía una febril actividad como crítica y alma de varias de las pequeñas revistas literarias que contribuyeron a dar lustre y brío al panorama parisino. Ella misma dirigía una de aquellas publicaciones, Le Navire d’Argent, en la que apareció la primera traducción al francés de «Anna Livia Plurabelle» en 1925. Una de las revistas más interesantes de la década de los treinta fue Mesures, financiada por el escritor estadounidense Henry Church y su esposa, Barbara, que residían en una gran villa no muy lejos de París, en Ville-d’Avray. Cuando el tiempo acompañaba, el consejo editorial celebraba sus reuniones en el jardín. Aquí, de izquierda a derecha, vemos a Sylvia Beach, Barbara Church, Jacques Audiberti (detrás de Barbara), Adrienne Monnier, Germaine Paulhan, Henry Church, Henri Michaux, Michel Leiris y, de pie detrás de este último, Jean Paulhan.
En 1917 llegó a París una estadounidense delgada y de pelo oscuro, Sylvia Beach. Descubrió La Maison des Amis des Livres y conoció a Adrienne Monnier. En 1919, animada por esta última, abrió su propia librería, Shakespeare and Company, con el fin de ponerse al servicio de la literatura británica y norteamericana con la misma entrega que Adrienne con la literatura francesa. Sylvia, en su libro Shakespeare and Company, nos dejó una rica descripción de los archiconocidos escritores que frecuentaban su establecimiento del número 12 de la rue de l’Odéon: el joven Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Ezra Pound y, sobre todo, del gran James Joyce. Pero sería injusto asociar a esta mujer dinámica y valiente solo con los años veinte, ya que también en la década de los treinta prácticamente cualquier escritor en lengua inglesa de renombre que pasase por París franqueaba el umbral de su librería.
Un público muy cosmopolita llenó Shakespeare and Company cierta velada de 1936 para escuchar a T. S. Eliot leer una selección de sus poemas con una agradable voz grave y bien modulada.
Otro poeta y crítico, aunque más joven, Stephen Spender, visitaba con frecuencia la librería. Siempre traía de Londres noticias sobre los autores más interesantes y las novedades editoriales que Sylvia debía pedir.
Thornton Wilder, novelista y dramaturgo estadounidense, fue amigo íntimo de Sylvia y de Adrienne, y un gran admirador de Joyce. Los críticos encontraron tantas similitudes entre su obra La piel de nuestros dientes y Finnegans Wake que llegaron a calificarla de «recreación».
E. M. Forster, un visitante tímido y callado de la rue de l’Odéon, hallaba sus obras en un lugar destacado de las estanterías: Pasaje a la India, Regreso a Howards End y otras.
Lo mismo le ocurría a Aldous Huxley, cuyo Contrapunto gozaba de especial admiración entre los lectores franceses.
Años más tarde, Henry Miller, al rememorar los fascinantes días de su formación literaria en París, declaró: «Nunca llegué a tratar con Joyce, ni siquiera me fue presentado, pero naturalmente influyó en mi escritura, igual que influyó a todos los demás».
Winifred Ellerman (Bryher), autora de Ruan, Roman Wall y otras novelas históricas, ofreció junto con su marido, Robert McAlmon, apoyo económico y moral a Joyce en sus primeros años, un período turbulento que McAlmon relató en su autobiográfica Being Geniuses Together.
La influencia de Joyce fue mucho más profunda en el caso del autor irlandés bilingüe Samuel Beckett, quien se relacionó muy estrechamente con Joyce e incluso ejerció como secretario suyo durante un tiempo. Según Adrienne Monnier, «Beckett se nos antojaba como un nuevo Stephen Dedalus […], solo, caminando a trancos por la ribera».
Leonard y Virginia Woolf, fundadores de la editorial Hogarth Press, estudiaron en su momento la posibilidad de publicar Ulises, pero se encontraron con los recelos de los impresores británicos, quienes se resistían a que los responsabilizaran de la composición tipográfica. Sin embargo, ellos siempre creyeron en la extraña y turbadora genialidad de Joyce, y defendieron su derecho a expresarse libremente.
Nadie aparte de su familia parecía encontrarse del todo a gusto en compañía de Joyce. Sus amistades, incluso las más íntimas, quedaban ensombrecidas por fricciones y malentendidos. Joyce era muy excitable, orgulloso y atormentado, y sus amigos tendían a ser tan difíciles y sensibles como él. Períodos de mutuo desencanto se alternaban con otros de reconciliación parcial. Ni uno solo de sus amigos, salvo los de su niñez, se atrevía a dirigirse a él por un nombre que no fuera «señor Joyce», y él siempre se dirigía a ellos con la formalidad reservada a los conocidos, levantando así unas sutiles pero inequívocas barreras a su alrededor.
«Miss Beach» y «mademoiselle Monnier», como él las llamaba, se hallaban entre sus amistades y colegas de los años veinte a quienes Joyce dejó de frecuentar progresivamente durante los treinta. Sin embargo, fue el propio Joyce quien organizó la reunión en la librería de Sylvia aquella «mañana de mayo» para que Gisèle Freund pudiera tomar fotos de los tres juntos.
«Los demás están tan cansados de sí mismos como tú», había escrito Joyce en Finnegans Wake. Los años venideros trajeron consigo tolerancia, compasión, y el encono quedó a un lado. Joyce era el primero en reconocer que «miss Beach» dio muestra de gran valentía al publicar Ulises, legalmente catalogado de inmoral tanto en Estados Unidos como en Inglaterra; al mismo tiempo, la publicación de la traducción al francés por parte de «mademoiselle Monnier» permitió a Joyce calar en los círculos más elevados de la literatura francesa y ser reconocido en Francia como un maestro de la prosa moderna capaz de ejercer influencia sobre una nueva generación de autores.
Reunido ahora con Adrienne y Sylvia en la misma mesa donde años atrás —cuando aún era un escritor que luchaba por lograr reconocimiento— había depositado el voluminoso manuscrito de su Ulises, Joyce se encorva en su asiento; su voz sonaba ya exhausta y grave, y parecía hostigado por su propio pasado. Era como si la inminente publicación de Finnegans Wake hubiese avivado una serie de recuerdos. En silencio, contentos, los tres se acordaban de cuando los bouquinistes del Sena habían vendido copias del Ulises editado por Shakespeare and Company a turistas nerviosos y algo cohibidos, que se veían obligados, al pasar por las aduanas de Estados Unidos, a ocultar aquel libro condenado.
Con sincero aprecio hablaron de Valery Larbaud, muy enfermo en su casa de Vichy. En los años veinte, la familia Joyce vivió un tiempo en la encantadora casa que Larbaud poseía en el 71 de la rue du Cardinal-Lemoine durante las ausencias de su dueño. Fue Larbaud, novelista, poeta y excelso traductor de literatura inglesa, quien había presentado a Joyce al público parisino en una lectura organizada en beneficio de Joyce y celebrada en La Maison des Amis des Livres el 7 de diciembre de 1921, «la primera vez —diría Adrienne más adelante— que un libro escrito en inglés era analizado en Francia por un escritor francés antes incluso de que se publicara en Inglaterra o los Estados Unidos».
Jean Paulhan, director literario de la prestigiosa revista La Nouvelle Revue Française, era otra potente figura en Francia. Admiraba a Joyce y proclamó su profunda convicción de que el autor de Ulises no era un escritor irlandés «sino universal», una convicción que compartía Louis Gillet, otro crítico de similar autoridad y barba nívea, quien vio a Joyce por vez primera en una reunión del PEN Club en 1926. «Fue una de esas noches —escribió posteriormente a Valéry— en las que uno ansía hablar todas las lenguas.» Joyce, al parecer, las manejaba todas, o casi todas, «y he oído —añade Gillet— que para saber valorar Finnegans Wake uno debe conocer al menos diecisiete».
Cuando Ulises por fin quedó libre de la acusación de inmoralidad tras un juicio que allanó el camino para su publicación en Estados Unidos e Inglaterra, el libro dejó de ser considerado como pornográfico y obtuvo el reconocimiento de obra de arte. Henri Matisse recibió el encargo de ilustrar el libro para el Limited Editions Club de Nueva York. Matisse, que nunca había leído a Joyce, interpretó el título de forma literal e hizo unos dibujos imaginativos y de trazo suelto inspirados en la mitología griega.
Al rememorar aquella reunión de mayo en su librería, Sylvia le dijo a Adrienne: «Me alegra mucho haber mantenido una conversación tan agradable con el señor Joyce. Pero qué pálido estaba». Adrienne repuso que nunca olvidaría su forma de mover aquellas manos extraordinarias, y el modo en que se curvaban, casi como una hoja, a la altura de las muñecas. Al abandonar la librería, Joyce prometió volver «pronto». Pero el destino le tenía reservados otros planes. Aquella fue la última visita formal que haría a la rue de l’Odéon.
Ni uno solo de los aspectos de la vida de Joyce se libró de la tragedia aquella primavera. Le agradaba visitar a su hijo, Giorgio, en la rue Scheffer, y solía llevar regalitos a su nieto, Stephen; pero conforme Joyce penetraba en el jardín de la casa era testigo de un drama que igualaba la angustia de su propio corazón. La hija de Joyce había perdido el juicio y ahora la esposa de Giorgio, Helen, recibía también tratamiento psiquiátrico.
Joyce amaba a sus hijos con una entrega que a sus amigos más cercanos resultaba conmovedora. Era el primero en admitir que tanto Lucia como Giorgio, nacidos en Trieste, se habían visto afectados por la inseguridad, la pobreza y la existencia nómada que las batallas literarias de su padre les habían impuesto. Tras la hospitalización de Lucia, Joyce estrechó aún más las relaciones con su hijo; Giorgio tenía una delicada voz de barítono, y su padre lo había animado desde el principio a que se convirtiera en cantante profesional.
La única fuente de genuina alegría en esos últimos años fue el pequeño Stephen, el niño cariñoso y risueño que se sentaba en el regazo de su abuelo rogando que le contara alguna historia. A Joyce, que creía con una fe casi mística en los lazos de sangre, en las relaciones paterno-filiales que palpitan en toda su obra, le procuró un extraño placer posar bajo el retrato de su padre, John Stanislaus Joyce, que pintó el artista irlandés Patrick Tuohy. «Ahora todo el mundo se dará cuenta de lo mucho que nos parecemos las cuatro generaciones Joyce», afirmó.
Joyce quería que Nora posara con él. En la primera fase de su relación, Joyce escribió a Nora: «Tu amor por mí debe ser feroz y violento». Algunos amigos vaticinaron que el matrimonio no duraría; no obstante, esta pareja en apariencia tan dispar (el «hombre solitario, orgulloso e insatisfecho», como Joyce se describía a sí mismo, y la joven impulsiva y bondadosa) se mantuvo unida hasta la muerte del autor.
Nora Barnacle había tenido el valor de fugarse con Joyce en 1904, cuando él era un escritor sin blanca; en el exilio le dio dos hijos, padeció las mismas penurias que él, cuidó de él con paciencia durante los períodos de ceguera, enfermedad y depresión nerviosa; incluso esperó hasta 1931 a que su despistado y poco tradicional esposo la llevara a unas oficinas de registro civil de Londres para formalizar por fin su matrimonio. Junto a Joyce, Nora pasó de ser una jovencita desprovista de educación formal a una mujer madura de inmensa dignidad, discreción y un carisma considerable. Su cabello, en otro tiempo de un suntuoso tono cobrizo y ya encanecido, enmarcaba un rostro de huesos delicadamente esculpidos, unos serenos ojos azules y una mandíbula que denotaba un deje obstinado que a Joyce desesperaba y representaba la mayor fortaleza de Nora, pues fue lo que le permitió mantener a flote su matrimonio con un genio impredecible y exigente.
Solo hacia el final de su vida alcanzó a entender Nora la fama literaria de su marido. Ella nunca leyó sus libros; con absoluta desconsideración hacia la posteridad, rompió muchas de las cartas de Joyce, afirmando que no tenían ningún interés para nadie salvo para ella, y que incluso a ella habían dejado de parecerle interesantes. Para Nora, Joyce no era una figura literaria excepcional, sino un niño infeliz y torturado. Era una mujer muy práctica y no tenía tiempo para «bobadas» como posar para un retrato de familia que Joyce quería mostrar al mundo. «Yo no soy nadie», insistía. En vano le rogó Joyce, señalándole que no era solo para la prensa, que no tenían ninguna fotografía de toda la familia de esos años: con Giorgio, su mujer, Helen, y el pequeño Stephen; que tal vez no volviera a presentárseles la ocasión.
Casi a la desesperada, como un hostigado director teatral antes de un estreno, Joyce se afanó en componer la estampa de una familia unida y dichosa, haciendo posar al grupo, centrando la atención en el perro, forzando la risa en labios reticentes. Pero ¿qué valor podía tener un retrato de familia sin la matriarca? Joyce imploró por última vez. «No», repitió Nora.
Completamente derrotado, Joyce miró hacia otro lado.
Durante casi treinta años, el período más notable de su vida creativa, los problemas en la vista y la amenaza de la ceguera importunaron a Joyce. Se sometió heroicamente a una operación tras otra de iritis, glaucoma y cataratas, y no hubo un solo momento en que se viera liberado del estricto control médico. A los períodos de dolor agónico, tan intensos que casi perdía la consciencia, le sucedían largos meses de noche perpetua, con los ojos vendados y la incertidumbre de si esa vez sería la definitiva.
Por suerte, Joyce nunca llegó a perder del todo la vista, aunque temía en todo momento quedarse ciego. Se las arregló para corregir las pruebas de Finnegans Wake con ayuda de unas gafas de lentes gruesas y una lupa, y hasta compuso pasajes nuevos en una caligrafía ondulante y casi ininteligible que sus resignados amigos habían aprendido a descifrar. Joyce nunca se aventuraba por las calles de París sin su bastón de fresno, un arma con la que se defendía en un mundo amenazador de imágenes borrosas y oscuras.
En los últimos años, raras veces salía de casa antes del atardecer; iba entonces a visitar a su reducido círculo de amistades y luego a cenar a algún restaurante de su gusto: Fouquet’s o Chez Francis, locales que aún hoy son lugar de encuentro para una nueva generación de turistas. Joyce siempre tenía reservada la misma mesa con su camarero predilecto. Mucho después de su muerte, sus amigos coincidían en que durante aquellas cenas íntimas sacaba lo mejor de sí mismo; sus intervenciones recuperaban la antigua genialidad, y parecía olvidar la enfermedad, las angustias y los miedos.
El extraordinario y polifacético Joyce era víctima de la superstición más irracional. Daba mil y una vueltas a cuestiones que parecían entrañar buenos o malos presagios; se aferraba a números que él consideraba de la suerte y hacía de cualquier cumpleaños o aniversario un ritual concebido para aplacar los crueles designios del destino. Joyce insistía en que, siempre que fuese posible, sus libros se publicasen el día de su cumpleaños, el 2 de febrero. A veces no podía ser. Pero Sylvia Beach, que comprendía la importancia de esa fecha para él y el significado que le atribuía, consiguió imprimir una copia de Ulises para regalársela en su cuadragésimo cumpleaños. Y aunque la publicación de Finnegans Wake estaba programada para el 4 de mayo de 1939, sus editores británicos le enviaron un ejemplar especial a París que surcó las tormentas invernales para poder llegar exactamente en esa fecha y que al autor le trajera «buena suerte».
Finnegans Wake apareció en un momento poco halagüeño, como Joyce había temido. En 1939 el mundo entero estaba tenso y mortificado por la amenaza del fantasma de una nueva guerra. La incómoda capitulación de las fuerzas democráticas en Múnich no hizo sino estimular el apetito conquistador de Hitler. Aquel año, los festejos del tradicional 14 de julio en Francia fueron lúgubres, y los veteranos de la Primera Guerra Mundial, que habían luchado por acabar de una vez por todas con la guerra, desfilaron con unánime melancolía por los Campos Elíseo ante un público taciturno de gesto adusto con poco ánimo para celebraciones.
Aunque más adelante Finnegans Wake se convirtió en el objeto de la mayor y más erudita investigación literaria, las primeras críticas supusieron una gran decepción para su autor. Algunos críticos lo consideraron interesante, otros como un desafío, pero casi todos observaron un problema fundamental: se trataba de un libro que resultaba indescifrable sin ayuda de unas claves, y aun así, ¿podía uno afirmar con sinceridad que la obra mereciese tanto esfuerzo? Aún más alarmante para Joyce, quizá, que la opinión de la crítica fue la reacción de muchos amigos y contemporáneos. Ya en el año 1928, H. G. Wells, tras leer algunos fragmentos de Work in Progress en transition, escribió al joven autor con quien mantenía amistad. Calificó el libro de «experimento extraordinario», pero también de callejón sin salida, y pese a que dirigía a Joyce sus mejores deseos, se vio obligado a añadir: «Yo ya no puedo seguir su bandera, como usted no puede seguir la mía, pero el mundo es grande y hay sitio suficiente para que los dos nos equivoquemos».
Cuando le preguntaron a George Bernard Shaw su opinión sobre Finnegans Wake, masculló bajo sus barbas: «Un completo delirio».
Elizabeth Bowen, que siempre había defendido a Joyce —aun con ciertas reservas—, creía que solo los irlandeses podían comprenderlo.
W. H. Auden sostenía que Joyce debía ser considerado no como novelista, «sino como un gran poeta».
V. Sackville-West, al igual que sus amigos los Woolf, y tantos otros escritores ingleses, había seguido la carrera de Joyce con paciencia y admiración, pero ahora confesaba: «Finnegans Wake me supera con creces».
T. S. Eliot, uno de los admiradores de Joyce más fervientes y leales, instaba a los lectores a no juzgar Finnegans Wake como un ente independiente, sino a considerar la obra como parte integrante del conjunto de la producción literaria joyceana. «En mi opinión —afirmó—, algún día Joyce será reconocido como la gran figura literaria de nuestra era.»
De repente, todas las luces se apagaron —en París, en Europa— al tiempo que la temida guerra sumía a millones de personas en una noche sangrienta de sufrimiento y locura. Joyce había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial cobijándose en la neutral Suiza, donde trabajó como profesor de inglés mientras escribía Ulises y aguardaba sin perder la esperanza a que se restableciese la paz. Ahora, sus pensamientos se dirigían de nuevo a Zúrich como refugio. Al igual que muchos otros, no supo ver al principio que esta sería una guerra bien distinta, un conflicto que amenazaba las bases mismas de la civilización. Joyce ya no era joven; su salud y su vista estaban peligrosamente debilitadas, su querida hija estaba muy desequilibrada, y su nuera tan enferma que se la habían llevado a sus Estados Unidos natales para que recibiera tratamiento. Joyce, Nora, Giorgio y el pequeño Stephen hallaron asilo temporal en el pueblecito de Saint-Gérand-le-Puy, cerca de Vichy, donde María Jolas había trasladado su escuela bilingüe.
Ese año lo describió de forma muy elocuente María Jolas en un homenaje póstumo publicado en Mercure de France; fue el año en que Joyce pasó de la noche oscura e incipiente de su sueño literario a una batalla a campo abierto contra un enemigo de una fuerza desconocida hasta entonces para él: un sistema democrático opaco, ilógico e inflexible que lo derrotaba por todos los frentes. La mente de Joyce estaba en armonía, igual que un exquisito instrumento musical, con las sutilezas de la creación artística. Pero ahora, de repente, todas sus facultades se concentraban en producir un torrente inagotable de cartas, telegramas y más cartas. Se había sumergido en un mundo de solicitudes, declaraciones juradas, visados de tránsito, salvoconductos, renovaciones de permisos. Dejó de llegarle dinero del extranjero, y vivía de la buena voluntad de sus amigos, que nunca lo abandonaron, incluidos Carola y Siegfried Giedion, quienes desde Suiza nunca cejaron en sus esfuerzos en su nombre. El problema de rescatar a Lucia de una institución mental de la Francia ocupada casi volvió loco a Joyce. Había que obtener un salvoconducto de las autoridades nazis para ella. Para cuando llegó el documento, se había producido un conflicto con las autoridades suizas: la solicitud de asilo de Joyce había sido rechazada por el asombroso motivo de que «el señor Joyce es judío». Cuando por fin las autoridades suizas cambiaron de parecer y se disponían a expedir visados para la infeliz familia, el salvoconducto de Lucia ya había caducado y había que emprender de nuevo desde el principio el proceso para arreglar su puesta en libertad. Pero Joyce ya no se atrevía a seguir en Francia. El 17 de diciembre de 1940 cruzó la frontera suiza con Nora, Giorgio y Stephen, con el firme convencimiento de que, una vez instalados en Zúrich, le resultaría más fácil rescatar a Lucia. Por suerte, Joyce se evitó el tormento postrero de saber que nunca más volvería a ver a su adorada hija.
A comienzos de 1940 había escrito a un viejo amigo, Constantine P. Curran, desde Saint-Gérand-le-Puy: «Mi nuera organizó un banquete espléndido en mi último cumpleaños y leyó las páginas de cierre del desvanecimiento de Anna Livia… ante un público en apariencia muy conmovido. ¡Ay, si las lees algún día, te darás cuenta de que eran inconscientemente proféticas!».
En Zúrich, Joyce trató de rehacerse y escribió otra carta a un funcionario, esta vez al alcalde de la ciudad, para darle las gracias por haber dado asilo a su familia. Joyce afirmaba que esperaba trabajar, escribir. Pero la lucha de aquel último año había sido demasiado para un cuerpo tan frágil. A primera hora de la mañana del 11 de enero de 1941, James Joyce ingresó de urgencia en el hospital. Fue sometido a una operación para tratar la perforación de una úlcera, la causa evidente de muchos de los dolores y sufrimientos que habían sido atribuidos a los «nervios». Al principio pareció que mejoraba; hizo llamar a Nora, que acudió a su lado. Durante varias horas, todos albergaron esperanzas; pero pasada la medianoche, en las horas previas al alba del 13 de enero, Joyce se deslizó despacio, a la deriva, triste y agotado, por las aguas oscuras.
El 15 de enero por la mañana, Virginia Woolf agarró la pluma y anotó en su diario: «Y Joyce ha muerto: Joyce, que era unos quince días más joven que yo. Recuerdo a la señorita Weaver, con guantes de lana, dejando el manuscrito de Ulises encima de nuestra mesa del té en Hogarth House».
Ha transcurrido casi medio siglo, y los amigos fieles de Joyce aún mantienen vivo su recuerdo en París, la ciudad que le procuró tantos placeres, inspiración y (extraña palabra para un hombre tan torturado) felicidad.
Joyce nunca tuvo un amigo tan desinteresado y generoso como Paul Léon, el abogado culto de ojos negros que ejerció de colaborador, asesor y secretario personal durante doce años sin recibir nada a cambio. Fue Léon quien puso en riesgo su propia vida al volver a París desde la Francia libre con el fin de recuperar muchos artículos de valor que los Joyce, con la esperanza de regresar pronto, habían dejado en su piso de la rue des Vignes. El propietario se había apoderado ilegalmente de todo lo que había dentro de la vivienda y lo había sacado a subasta. Al poco tiempo, Paul Léon fue arrestado por los nazis. Fue asesinado, un año después de la muerte de Joyce, durante la deportación de franceses judíos.
La señora Lucie Léon-Noel, escritora y viuda de Paul Léon, es una mujercilla menuda, amable y muy femenina que ha creado en su piso de la rue Casimir-Périer un museo Joyce del que se ocupa con esmero. Una luz tenue se filtra por los visillos de organdí —que ya estaban en los tiempos de Joyce— e ilumina su butaca de terciopelo azul preferida y la mesa redonda donde tuvieron lugar, a diario durante doce años, numerosas discusiones sobre Finnegans Wake.
«En mi opinión —afirma Lucie Léon-Noel—, una de las maneras de mantener el recuerdo de aquellos que viven en nuestros corazones es conservar las cosas (y la atmósfera) tal y como eran en esos años que Joyce y mi esposo llamaban “la dulzura de la vida”, cuando dos veces al día sonaban unos golpecitos muy familiares en la puerta y la sirvienta anunciaba: “C’est Monsieur Joyce, Madame”.»
Ya peina canas, pero María Jolas aún rebosa el sentimiento que tanto la acercó a la familia Joyce; y aún regresa con frecuencia a su antigua escuela, la École Bilingue, en Neuilly, junto a la cual, a la derecha, se encuentra la pequeña «casita de mazapán que fue nuestro último hogar antes de la guerra; ahí celebramos la cena de Acción de Gracias que Joyce inmortalizó en un ingenioso jueguecito en el que acabó pagando en monedas de diez céntimos la apuesta que perdió contra Eugene Jolas cuando este adivinó el muy misterioso título de Finnegans Wake».
Jolas, que desempeñó un importantísimo papel en la vida literaria de París, murió prematuramente en 1952 a causa de un infarto. María mantiene aún el contacto con la familia Joyce: con Lucia, una mujer frágil de pelo blanco internada en un hospital psiquiátrico en Inglaterra que escribe cartas lúcidas y fascinantes pero es incapaz de volver a enfrentarse con el mundo exterior; y con Giorgio, que ahora reside en Múnich. Nora Joyce murió en Suiza el 10 de abril de 1951, convencida por fin de que el hombre complejo, exigente y angustiado con quien se había casado, para bien o para mal, había sido, en efecto, lo que la gente llama un genio. Stephen, el nieto adorado, está casado y trabaja en París.
En su piso de techos altos de la Île Saint-Louis, donde el Sena se bifurca y vuelve a unirse, un anciano se inclina con atención de colegial sobre una de sus meticulosas traducciones, que son recreaciones de un lenguaje. Casado con una francesa encantadora, vivaracha y con aspecto de pajarillo, Moune, Stuart Gilbert pasó a formar parte de la vida de Joyce en los años veinte, cuando la traducción al francés de Ulises demostró ser extremadamente complicada. No una persona, sino un equipo entero de gentes de talento participó en esta empresa, cuyo resultado fue una traducción que encarnaba los esfuerzos tanto de Auguste Morel y Valery Larbaud como de Stuart Gilbert y hasta de Adrienne Monnier, que trabajaron siguiendo las indicaciones del propio autor.
Gilbert se convirtió en el confidente de Joyce; la suya era una afinidad literaria. En su libro El «Ulises» de James Joyce, Gilbert compartía con el lector las claves que Joyce le había facilitado.
Durante muchos años después de su muerte, el hombre desapareció tras la figura mítica, una figura creada por los amigos que lo admiraban y los enemigos acérrimos e implacables. Por extraño que pueda parecer a sus estudiosos se les brinda hoy más que nunca la oportunidad de analizarlo como hombre, como un ser humano complejo y vital. Para empezar, la biografía oficial de Herbert Gorman, elaborada bajo la atenta supervisión de un Joyce que censuraba todo lo que le resultara desagradable (no permitió que se mencionase la locura de Lucia), ha sido sustituida por el estudio exhaustivo y notablemente imparcial de Richard Ellmann. Ellmann también está preparando una edición de las cartas de Joyce, que incluye muchas anteriormente suprimidas, una correspondencia que arroja algo más de luz sobre muchas facetas ocultas del «enigma» Joyce.
Cyril Connolly intuía la dualidad de Joyce cuando escribió, tras la muerte del autor, acerca del «Joyce legendario, ciego, pero paciente, pomposo, irritable, inextricable» en contraposición con el verdadero Joyce: «el personaje irlandés cariñoso y concupiscente».
Lejos de menguar con el paso del tiempo, la fama de Joyce continúa aumentando a medida que es descubierto por una nueva generación; muchos de los nietos de aquellos apurados turistas que colaban Ulises en Estados Unidos encuentran ahora a Joyce en las listas de lecturas obligatorias de las clases de literatura anglosajona. Y, aunque Finnegans Wake parece abocado a constituir un objeto de investigación académica y un desafío para los eruditos mientras que el lector medio lo abandona en las estanterías, solo la edición de bolsillo estadounidense del Retrato del artista adolescente ha vendido más de medio millón de ejemplares. El otrora agraviado, muy analizado y censurado Ulises se nos presenta hoy en día bajo el enfoque más auténtico: como documento profundamente positivo y humano en el que el contenido sexual que en su momento tanto incomodaba al lector se considera ahora como una de las muchas urdimbres que conforman la trama.
El estilo literario de Joyce ha dejado una huella indeleble en los escritores contemporáneos. Ha sido más imitado, a menudo inconscientemente, que cualquier otro autor de nuestro tiempo; e incluso los escritores que no profesan admiración hacia él poseen el toque de su magia, su lirismo, la punzante mordacidad de su humor irlandés, y el alcance extraordinario de su imaginación, que nos ha ofrecido concepciones nuevas del tiempo y del viaje del hombre a través del dédalo del día y la noche.
Joyce cumplió con creces la promesa que hizo en Retrato del artista adolescente cuando su protagonista afirma: «No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible».
Mientras que Joyce es ahora patrimonio de la humanidad, París sigue siendo la ciudad que tantas recompensas le brindó, la ciudad que celebró su arte. El París de Joyce aún se halla en las calles que él estimaba y junto a las orillas de su Anna Sequana, que discurre, susurrante, rumbo al mar.