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El sol, la luna, las estrellas

  

Junot Díaz

 

No soy un tipo malo. Sé cómo suena eso —defensivo, sin escrúpulos— pero no es así.

Soy como todo el mundo: débil, capaz de cualquier metedura de pata, pero básicamente buena gente. Sin embargo, Magdalena no lo ve así. Ella me considera el típico dominicano: un sucio, un perro. Sucede que, hace varios meses, cuando Magda todavía era mi novia, cuando yo no tenía que tener tanto cuidao con casi todo lo que hacía, le pegué cuernos con una jevita que tenía una montaña de pelo a lo freestyle, como en los años ochenta. No le dije nada a Magda, por supuesto. Tú sabes cómo es eso. Un huesito apestoso como ese, mejor enterrarlo en el patio de tu vida. Magda solo se enteró porque una amiguita suya le mandó una fokin carta. Y esa carta tenía detalles. Vainas que no le contarías a tus panas, ni aunque estuvieras borracho.

Y lo peor es que esa pendejada se había terminado hacía meses. Magda y yo habíamos recuperado nuestro flow. Ya la distancia entre nosotros de aquel invierno en el cual le pegué cuernos estaba vencida. Descongelada totalmente. Ella venía a mi apartamento y en lugar de hanguear —yo fumando, ella aburridísima— íbamos al cine. Y a diferentes lugares a comer. Hasta fuimos a ver una obra teatral en Crossroads y le tomé una foto con unos negros dramaturgos muy importantes, fotos en las que ella sonríe tanto que parece que esa bocata suya se va a desquiciar. Volvíamos a ser pareja otra vez. Visitábamos la familia los fines de semana. Desayunábamos en cafeterías de madrugada, cuando todavía nadie se había levantado, hurgábamos juntos por la biblioteca de New Brunswick, la que construyó Carnegie por remordimiento. Llevábamos un ritmo rico. Pero entonces llegó la carta y explotó como una granada de Star Trek, acabando con todo pasado, presente y futuro. De buenas a primeras sus padres me querían matar. No importaba que los hubiera ayudado con sus impuestos en los últimos dos años o que les cortara el césped. Su papá, quien me había tratado como a su propio hijo, ahora al contestar el teléfono me llama hijoeputa y suena como si se estuviera ahorcando con el cable del teléfono. No mereces que te hable en español, me dice. Veo a una de las amigas de Magda en el Woodbridge Mall —Claribel, la ecuatoriana con título de bióloga y ojos achinaos— y me trata como si me hubiera comío al hijo predilecto de alguien.

Mira, no quieras tú saber cómo reaccionó Magda. Fue como un choque de cinco trenes. Me tiró la carta de Cassandra —falló y fue a parar debajo de un Volvo— y entonces se sentó en la acera y empezó a hiperventilar. Oh, Dios, chilló. Oh, Dios.

Este es el momento en el cual mis panas dicen que lo hubieran rebatido todo con una Fokin Negación Total. ¿Cassandra quién? Pero yo estaba demasiao nervioso, no podía ni siquiera intentarlo. Me senté a su lado, le agarré los brazos, que ahora se movían como aspas de molino, y le dije alguna tontería como Magda, tienes que escucharme. O no vas a entender.

 

 

Déjame explicarte quién es Magda. Oriunda de Bergenline: bajita de boca grande, tremendas caderas y unos rizos negros en los cuales se te puede desaparecer la mano. Su papá es panadero, su mamá vende ropas de niño a domicilio. De pendeja no tiene na, pero también sabe perdonar. Católica. Me arrastraba a la misa en español los domingos, y cuando algún pariente está enfermo, especialmente los que siguen en Cuba, le escribe cartas a unas monjas en Pennsylvania para pedirles que recen por su familia. Ella es la nerd que conocen todas las bibliotecarias del pueblo, la maestra a quien todos los estudiantes adoran. Siempre dándome recortes de periódicos, vainas dominicanas. Nos veíamos todas las semanas, y aun así me enviaba mensajitos cursis por correo: Pa que no me olvides. No existe nadie peor con quien quedar mal que con Magda.

Mira, no te voy a aburrir contándote lo que pasó después que se enteró. Cómo le rogué, cómo me arrastré por encima de vidrios rotos, cómo le lloré. Vamos a dejarlo en que después de dos semanas de este drama, yendo hasta su casa, escribiéndole cartas y llamándola a todas horas de la noche, nos reconciliamos. No quiere decir que volví a cenar con su familia otra vez o que sus amigas lo celebraron, esas cabronas lo único que decían era: No, jamás, never. Ni la misma Magda estaba entusiasmada con la reconciliación al principio, pero yo tenía la fuerza del pasado de mi lado. Cuando ella me preguntaba: ¿Por qué no me dejas tranquila?, yo le decía la verdad: Porque te quiero, mami. Sé que esto parece una pendejada pero es verdad: Magda es mi corazón. No quería que me dejara; no me iba a poner a buscar novia nueva porque había metío la pata solo una fokin vez.

Pero no creas que fue fácil, porque no lo fue. Magda es terca. Cuando empezamos a salir, dijo que no se iba a acostar conmigo hasta que estuviéramos juntos por lo menos un mes, y la homegirl no se echó pa atrás, no importó cuánto traté de bajarle los pantis. Ella es sensible también. Asimila el dolor como el papel el agua. No te puedes imaginar cuántas veces me preguntó (especialmente después de rapar): ¿Me lo ibas a decir? Su otra pregunta favorita era ¿Por qué? Mis respuestas favoritas eran Sí y Fue una estupidez. No estaba pensando.

Por fin pudimos hablar sobre Cassandra, pero generalmente en la oscuridad, cuando no nos podíamos ver el uno al otro. Magda me preguntó si había querido a Cassandra y le dije que no. ¿Todavía piensas en ella? No. ¿Disfrutaste el sexo con ella? Para serte sincero, baby, fue fatal. Sé que decir esto nunca parece verdad pero en estas circunstancias hay que decirlo de todos modos, sin importar lo imbécil y falso que suene: hay que decirlo.

Así que por un tiempo después que volvimos, todo iba tan bien como podía esperarse.

Pero solo por un tiempito. Poco a poco, de manera casi imperceptible, mi Magda comenzó a convertirse en otra Magda. Y esta Magda no quería quedarse a dormir conmigo tanto como antes, o rascarme la espalda cuando se lo pedía. Es increíble de lo que te das cuenta. Por ejemplo, ella nunca me había pedido que la volviera a llamar cuando estaba al teléfono con otra gente. Yo siempre había sido la prioridad. Pero ya no. Por supuesto que les eché la culpa de toda esa pendejada a sus amigotas porque sabía que ellas todavía le estaban hablando mal de mí.

Ella no era la única con asesoramiento, mis panas me decían pal carajo con ella, no pierdas tiempo con esa jeva, pero cada vez que lo intentaba no podía. La verdad es que estaba bien asfixiao de Magda. Empecé a enfocarme en ella de nuevo, pero nada me daba resultado. Cada película que íbamos a ver, cada paseo en carro que dábamos, cada vez que ella se quedaba a dormir en mi casa, parecía confirmar algo negativo en mí. Sentía que me moría a grados, pero cuando traté de hablarle de eso me dijo que estaba paranoico.

Como al mes, empezó a cambiar de manera tal que de verdad le hubiera causado alarma a cualquier tíguere paranoico. Se cortó el pelo, empezó a comprar maquillaje de mejor marca, ropa nueva, y estaba de pachanga todos los viernes con sus amigas. Cuando le pido a ver si podemos hanguear, ya no estoy muy seguro de lo que me va a decir. Muchas veces me contesta casi de usted: No, gracias, mejor no. Le pregunto qué coñazo cree que es esto y me dice: Eso mismo me pregunto yo.

Sé lo que estaba haciendo. Se aseguraba de que yo supiera cuán precaria era mi posición en su vida. Como si ya no estuviera consciente de ello.

Entonces llegó junio. Nubes blancas y calurosas encalladas en el cielo, gente lavando carros con manguera en mano, música en la calle. Todo el mundo preparándose para el verano, incluso nosotros. Hacía unos meses habíamos planificado un viaje a Santo Domingo, un regalo de aniversario, y ahora teníamos que decidir si todavía íbamos a ir juntos. La pregunta se había ido asomando por el horizonte hacía tiempo, pero yo había calculado que la cosa se resolvería sola. Cuando así no fue, saqué los pasajes y le pregunté: ¿Qué te parece?

Me parece que es un compromiso demasiado grande.

Podría ser peor. Son vacaciones, por el amor de Dios.

Lo veo como presión.

No tiene que ser presión.

No sé por qué me apegué tanto a eso del viaje. Le sacaba el tema todos los días, tratando de que se comprometiera. Quizá me estaba cansando de nuestra situación. Quería estirarme, quería que algo cambiara. O quizá se me había metido la idea en la cabeza de que si decía: Sí, vamos, entonces todo entre nosotros se arreglaría. Y si decía: No, esto no es para mí, por lo menos entonces entendería que habíamos terminado.

Sus amigas —las peores perdedoras del mundo— le aconsejaron que hiciera el viaje y que entonces jamás me volviera a hablar. Por supuesto, ella me decía toda esta mierda porque no podía dejar de contarme todo lo que estaba pensando. ¿Y qué crees tú de esa sugerencia?, le pregunté.

Se encogió de hombros. Es una idea.

Hasta mis panas ya estaban hartos. Loco, parece que estás botando una pila de cuarto en esa vaina. Pero yo honestamente pensaba que el viaje nos podía ayudar. Muy dentro de mí, en esa parte mía adonde ni siquiera mis panas tienen acceso, soy optimista. Pensaba: Ella y yo en la isla. ¿Cómo que no nos vamos a arreglar?

 

 

Tengo que confesarlo: me encanta Santo Domingo. Me encanta llegar y encontrarme con esos tipos enchaquetados que me ofrecen vasitos de Brugal. Me encanta cuando aterrizamos, todo el mundo aplaudiendo cuando las ruedas del avión besan la pista. Me encanta que soy la única persona en el avión sin una conexión cubana o sin un yaniqueque de maquillaje en la cara. Me encanta la pelirroja que viene a ver a la hija que no ha visto en once años. Los regalos que lleva sobre las piernas son como los huesos de un santo. Mija ya tiene tetas, la mujer le susurra al vecino. La última vez que la vi todavía no sabía hablar bien, no podía decir una frase completa. Pero ya es toda una mujer. Imagínate. Me encantan las maletas que mi mamá empaca, vainas pa la familia y algo pa Magda, un regalo. No importa lo que pase, tú le das esto.

Si esto fuera otro tipo de historia, te hablaría del mar. Cómo se ve cuando se dispara hacia el cielo por los agujeros en los arrecifes, y cómo cuando voy manejando desde el aeropuerto y lo veo así como trizas de plata, sé con certeza que estoy de regreso. Te contaría sobre la cantidad de pobres infelices que hay aquí. Más albinos, más bizcos, más tígueres de lo que te pudieras imaginar. Y te hablaría sobre el tráfico: la historia automovilística entera de la segunda mitad del siglo veinte en un enjambre cubriendo cada pulgada de suelo llano, una cosmología de cacharros, motocicletas abolladas, camiones abollados, guaguas abolladas, y un sinnúmero de talleres para arreglarlos, en los que el mecánico es cualquier comemierda con un alicate en la mano. Te contaría sobre los ranchitos y las llaves sin agua y los morenos en las vallas de anuncios comerciales y que la casa de mi familia cuenta con una letrina como algo indispensable. Te contaría sobre mi abuelo y sus manos de campesino, de lo triste que está porque no vengo para quedarme, y sobre la calle donde nací, Calle XXI, y cómo todavía no ha decidido si quiere ser un gueto o no, y cómo se ha quedado en este estado de indecisión para siempre.

Pero todo eso sería otro tipo de historia, y ya tengo bastante dificultad con esta. Créeme. Santo Domingo es Santo Domingo. Vamos a hacernos de cuenta que todos sabemos lo que pasa allí.

 

 

Debí haber estado fumando algo porque pensé que todo andaba bien esos primeros días. Sí, claro, el tiempo encerrados en casa de mi abuelo requeteaburrió a Magda. Hasta me lo dijo: Estoy aburridísima, Yunior. Pero ya le había advertido sobre la visita obligatoria a mi abuelo. Pensé que no se molestaría; por lo general, ella se lleva muy bien con los viejitos. Pero casi ni le habló. Estaba incómoda por el calor y se tomó como quince botellas de agua. La vaina es que antes de que amaneciera el segundo día ya habíamos salido de la capital en una guagua rumbo al interior del país. Los paisajes se veían superfly, a pesar de que había una sequía y el campo entero, incluyendo las casas, estaba cubierto de polvo rojizo. Le señalaba todo lo que había cambiado desde el año pasado. El Pizzarelli nuevo y el agua en funditas plásticas que vendían los tigueritos. Me metí hasta en lo histórico. Aquí es donde Trujillo y sus compinches de la Marina asesinaron a los gavilleros, allí donde el Jefe llevaba sus jevas, por acá donde Balaguer le vendió su alma al diablo. Parecía que Magda disfrutaba de eso. Asentía con la cabeza. Me hablaba de vez en cuando. ¿Qué te puedo decir? Creía que estábamos en buena onda.

Ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que había señales. Primero, Magda no es callada. Es habladora, una fokin babosa, y hasta teníamos un acuerdo: yo levantaba la mano y pedía time out, y ella tenía que callarse por lo menos por dos minutos, para que yo pudiera procesar los chorros de información que ella había ido soltando. Le daba pena, como si la hubiesen regañado, pero no le duraba tanto como para no arrancar otra vez en el mismo momento en que yo le decía: OK, ya.

Quizá fue que estaba de buen humor. Fue la primera vez en muchas semanas en que me pude relajar, que no me estaba portando como si todo fuera a desbaratarse en cualquier momento. Me molestaba que ella insistiera en reportarse con sus amigas todas las noches —como si creyeran que la iba a matar o algo así—, pero pal carajo, para mí la cosa iba mejor que nunca antes.

Estábamos en un hotelito de mala muerte cerca de Pucamaima. Me relajaba en el balcón mirando las Septentrionales y la ciudad a oscuras en su eterno apagón cuando la oí llorando. Pensé que era algo serio, busqué la linterna y le iluminé la cara hinchada por el calor. ¿Qué te pasa?

Sacudió la cabeza. No quiero estar aquí.

No entiendo.

¿Qué es lo que no entiendes? Yo. No. Quiero. Estar. Aquí.

Esa no era la Magda que yo conocía. La Magda que yo conocía era supercortés. Tocaba en la puerta antes de entrar.

Por poco grito: ¡Cuál es tu fokin problema! Pero me aguanté. Terminé abrazándola y mimándola y preguntándole qué le pasaba. Lloró por largo rato y después de un silencio volvió a hablar. Para entonces había vuelto la luz. El lío era que ella no quería estar viajando como un par de muertos de hambre. Pensaba que íbamos a estar en la playa, me dijo.

Vamos a estar en la playa. Pasao mañana.

¿Por qué no podemos ir ahora?

¿Qué más podía hacer? Ella de pie esperando que yo dijera algo y, para colmo, en ropa interior. ¿Y qué se me ocurrió? Baby, vamos a hacer lo que tú quieras. Llamé al hotel en La Romana, pregunté si podíamos llegar temprano, y por la mañana nos montamos en una guagua express a la capital seguida de otra guagua a La Romana. No dije ni fokin pío, y ella tampoco. Tenía cara de cansada y miraba el mundo de afuera como si estuviera a punto de decirle algo.

Ya para mediados del tercer día de nuestro All-Quisqueya Redemption Tour estábamos en un bungalow con aire acondicionao y mirando HBO. Exactamente donde quiero estar cuando estoy en Santo Domingo. En un fokin centro turístico. Magda leía un libro escrito por un monje de la Trapa, de mejor humor, parecía, y yo estaba sentado en el borde de la cama, manoseando un mapa inútil.

Se me ocurrió que, después de tener que hacer todo eso, me merecía algo. Algo físico. Magda y yo generalmente teníamos una actitud bastante casual sobre el sexo, pero desde lo de los cuernos todo se había puesto bastante extraño. Primero, ya no lo hacíamos tan regularmente como antes. Con suerte echábamos un polvito una vez a la semana. Yo soy quien tiene que insinuarle, encender la cosa, de lo contrario no singamos. Ella siempre se hace la que no lo quiere, y algunas veces de verdad no quiere, entonces tengo que calmarme, cogerlo suave, pero otras veces sí quiere y tengo que tocarle la chocha, que es mi manera de iniciar las cosas, de decirle: ¿Qué me dices, mami? Y ella vira la cara, que es su manera de decir: Tengo demasiado orgullo como para dejarme vencer tan fácilmente por tu deseo animal, pero si sigues con el dedo ahí, no te voy a parar.

Hoy comenzamos a hacerlo sin problemas, y a la mitad del camino, me dijo: Espera, frena, no debemos. Yo quería saber por qué.

Cerró los ojos como si le diera pena. Forget about it, me dijo, y empezó a mover las caderas debajo de mí. Olvídalo.

 

 

Ni siquiera quiero decirte dónde estamos. Estamos en Casa de Campo. El Resort que la Vergüenza Olvidó. A un comemierda cualquiera le encantaría este lugar. Es el centro turístico más grande, más millonario de toda la isla, lo que quiere decir que es una fortaleza, con tremendos muros que nos separan del resto del mundo. Guachimanes y pavos reales y una ambiciosa jardinería de matas podadas como estatuas por todos lados. En Estados Unidos se anuncia como su propio país, y la verdad es que lo parece. Tiene su propio aeropuerto, treinta y seis hoyos de golf y playas tan blancas que prácticamente piden que las pisoteen; el único domo de la isla que ves aquí o tiene la cara como un yaniqueque de maquillaje o te está cambiando las sábanas. En otras palabras: mi abuelo jamás ha puesto un pie aquí, ni el tuyo tampoco. Aquí es donde vienen los García y los Colón después de un mes de oprimir a las masas, donde los tutumpotes se reúnen a intercambiar datos con sus colegas del exterior. Si hangueas por acá por mucho tiempo, seguro que te revocan el carnet de gueto, sin decirte ni media palabra.

Nos levantamos tempranito para ir al bufet donde nos sirven unas mujeres muy sonrientes disfrazadas de Aunt Jemima. Te lo juro por mi madre: estas negritas hasta se ponen pañuelo en la cabeza. Magda le está escribiendo un par de postales a su familia. Quiero hablar sobre lo que pasó ayer, pero cuando lo intento ella baja el bolígrafo. Se tapa los ojos con las gafas de sol.

Siento que me estás presionando.

¿Cómo es que te estoy presionando?, pregunto.

Solo quiero un poco de espacio privado de vez en cuando. Cada vez que estoy contigo siento que quieres algo de mí.

Espacio privado, digo, ¿qué quieres decir con eso?

Que quizá una vez al día tú hagas algo por tu cuenta y yo otra.

¿Cuándo? ¿Ahora?

No tiene que ser ahora. Está exasperada. ¿Por qué no bajamos a la playa?

Mientras caminamos hacia el carrito de golf del hotel, le digo: Magda, siento que has rechazado mi país entero.

No seas ridículo. Deja caer una mano sobre mi rodilla. Solo quiero relajarme. ¿Hay algo malo en eso?

El sol está resplandeciente y el azul del mar sobrecarga mi cerebro. Casa de Campo tiene playas igual que el resto de la isla tiene problemas. Pero sin merengue, sin carajitos, nadie que te esté tratando de vender chicharrones, y se ve que hay tremendo déficit de melanina. Cada cincuenta pies, hay por lo menos un fokin euro desplayado en una toalla como un monstruo pálido y horrible vomitado por el mar. Todos tienen cara de catedráticos de filosofía, Foucaults baratos, y muchos —demasiaos— están acompañaos de dominicanas morenas y culonas. De verdad, estas jevitas con mirada de puro ingenio no tienen más de dieciséis años de edad. Y como no se pueden comunicar, te das cuenta inmediatamente que estas parejas no se conocieron por casualidad un día en la Rive Gauche.

Magda anda en un bacanísimo bikini con colores de Ochún que sus amiguitas le ayudaron a elegir para torturarme, y yo ando en un traje de baño gastao que dice: «Sandy Hook Forever!». Confieso que, con Magda medio en cueros en público, me siento bastante vulnerable e intranquilo. Le pongo la mano en la rodilla. Quisiera que me dijeras que me quieres.

Yunior, porfa.

Entonces ¿puedes decir que te gusto mucho?

¿Me puedes dejar tranquila? Mira que jodes.

Dejo que el sol me clave en la arena. Esta vaina entre Magda y yo es desalentadora. No parecemos una pareja. Cuando sonríe, le piden casarse con ella; cuando yo sonrío la gente chequea a ver que no les haya robado la cartera. Magda ha sido una estrella desde que llegamos aquí. Tú sabes cómo es eso, cuando llegas a la isla con un mujerón así, a quien casi no se le ve el negro. Los prietos se vuelven locos. Tú sí eres bella, muchacha, le piropean los machos en la guagua. Cada vez que metía un deo en el agua para nadar, se aparecía un mensajero de amor mediterráneo y empezaba a darle muela. Por supuesto, no soy na cortés. ¿Por qué no te largas, Pancho? Estamos de luna de miel. Hay un perrito que sí es persistente, hasta se sienta cerca de nosotros para impresionarla con los pelos paraos que tiene alrededor de las tetillas, pero en lugar de ignorarlo, ella empieza a hablarle y resulta que también es dominicano, de Quisqueya Heights, un fiscal auxiliar que quiere a su pueblo. Es mejor que sea yo el que los acusa, dice. Por lo menos los entiendo. Pero me quedo pensando que suena como uno de esos hijoeputas que en los viejos tiempos nos vendía al bwana sin pestañear. Después de tres minutos de oírlo hablar, ya no puedo más y le digo a Magda: Deja de hablar con ese comemierda.

El fiscal auxiliar se sobresalta. Eso conmigo no es, dice.

De hecho, sí, sí lo es, le digo.

Esto es increíble. Magda se levanta y camina con rigidez hacia el agua. Tiene una media luna de arena pegada en las nalgas. Esto es una fokin angustia.

El tipo me dice algo pero no le pongo atención. Ya sé lo que ella me va a decir cuando regrese y se siente a mi lado. Ha llegado el momento de que vayas por tu lado y yo por el mío.

 

 

Esa noche me quedo rondando por la piscina y el bar, llamado Club Cacique. Magda está desaparecida. Conozco a una dominicana de West New York. Fly, claro. Trigueña, con la greña más escandalosa de este lado de Dyckman. Se llama Lucy. Está hangueando con tres primas adolescentes. Cuando se quita la bata para meterse en la piscina, le veo una telaraña de cicatrices en la barriga.

También conozco a un par de ricachones tomando cognac en la barra. Se presentan como el Vicepresidente y Bárbaro, su guardaespaldas. Debo tener tremenda cara de desastre. Me dejan contarles mis penas como si fueran un par de capos y les estuviera proponiendo un asesinato. Se compadecen de mí. Está como a mil grados y los mosquitos zumban como si fueran a heredar la tierra, pero estos dos tiguerones tienen puestos unos trajes carísimos y Bárbaro hasta lleva un ascot morado amarrado al cuello. Una vez, un soldado trató de serrucharle el cuello y ahora se cubre la cicatriz. Soy un hombre modesto, dice.

Voy al teléfono a ver si llamo al cuarto. Magda no está. Voy a la recepción. No hay mensaje alguno. Regreso a la barra y sonrío.

El Vicepresidente es un tipo joven, de treinta y pico de años y bastante chévere para ser un chupabarrios. Me aconseja que me busque otra jeva, que sea bella y negra. Y yo pienso: Cassandra.

El Vicepresidente agita la mano y los tragos de Barceló aparecen tan rápido que todo aparenta ser ciencia ficción.

La mejor manera de volver a encender una relación es con celos, me aconseja. Esa lección la aprendí cuando era estudiante en Syracuse. Baila con otra mujer, baila un merengue, y a ver si tu jeva no salta a la acción.

Tú querrás decir: Salta a la violencia.

¿Te pegó?

Cuando se lo confesé, me dio tremendo galletazo.

Pero, hermano, ¿cómo se te ocurrió decírselo? Es Bárbaro quien pregunta. ¿Por qué no lo negaste?

Compadre, le mandaron una carta. Tenía evidencia.

El Vicepresidente sonríe fantásticamente y puedo ver claramente por qué es vicepresidente. Luego, cuando regrese a casa, le contaré a mi mamá todo este rollo, y ella me dirá exactamente de qué es vicepresidente este tipo.

Dice: Ellas solo te dan golpes cuando te quieren.

Amén, murmura Bárbaro. Amén.

 

 

Todas las amigas de Magda dicen que le puse cuernos porque soy dominicano, que todos los domos somos unos perros y que no se puede confiar en nosotros. Dudo que yo pueda representar a todos los hombres dominicanos, pero tampoco creo que ellas puedan generalizar así. Desde mi punto de vista, no fue por genética; hubo razones. Causalidades.

La verdad es que no hay una relación en el mundo que no pase por turbulencias y sin dudas que ese era el caso de la mía con Magda.

Yo vivía en Brooklyn y ella con sus padres en Jersey, hablábamos todos los días por teléfono y nos veíamos los fines de semana. Generalmente, yo iba a donde ella. Éramos súper Jersey: el mall, la familia, el cine, mucha televisión. Después de un año juntos, así íbamos. Nuestra relación no era el sol, la luna y las estrellas, pero tampoco era una mierda. Especialmente no los sábados por la mañana en mi apartamento cuando ella colaba café estilo campo, filtrándolo por la vaina esa que parece una media. Siempre les decía a sus padres la noche anterior que se iba a quedar en casa de Claribel; ellos de seguro que sabían dónde estaba, pero nunca dijeron na. Yo dormía hasta tarde en la mañana y ella leía rascándome la espalda en lentos círculos, y cuando me quería levantar empezaba a besarla hasta que ella me decía: Por Dios, Yunior, me estoy mojando.

No era infeliz y no andaba buscando otras jevas, como otros locos que conozco. Por supuesto que chequeaba a las otras mujeres, hasta bailaba con ellas cuando salía, pero no guardaba sus números ni na de eso.

Sin embargo, no te creas que el ver a alguien solo una vez a la semana no enfría las cosas, que bastante que las enfría. Uno no se da cuenta hasta que se aparece una jeva nueva en el trabajo, con un culón y tremenda boca y de una vez te empieza a manosear, te toca los pectorales mientras se queja del novio que la trata como un trapo; la verdad es que los negros no entienden a las latinas.

Cassandra. Ella organizaba las apuestas de fútbol americano y hacía crucigramas mientras hablaba por teléfono. Siempre se ponía faldas de mezclilla. Empezamos a salir a almorzar juntos y siempre teníamos la misma conversación. Yo le aconsejaba que dejara al moreno, y ella me aconsejaba que buscara una novia que supiera singar. La primera semana que la conocí cometí el error de contarle que el sexo con Magda jamás había sido nada del otro mundo.

Por Dios, me da pena contigo, decía Cassandra. Rupert por lo menos me da güebo de primera clase.

La primera noche que lo hicimos —y fue buenísimo, la verdad que ella no estaba haciendo cuentos— me sentí tan mal que no pude dormir, a pesar de que ella es una de esas mujeres cuyo cuerpo se te encaja perfectamente. Dentro de mí algo me dijo: Ya lo sabe, así que llamé a Magda desde la misma cama y le pregunté si todo estaba bien.

Suenas raro, me dijo.

Recuerdo a Cassandra, presionando la partidura del toto contra mi pierna mientras yo le decía a Magda: Es que te extraño.

 

 

Otro día perfecto y soleado en el Caribe y lo único que Magda me ha dicho es Pásame la crema de sol. Hoy hay una fiesta en el hotel. Todos los huéspedes están invitados. El atuendo es semiformal, pero no tengo ni la ropa ni la energía para vestirme. Pero claro que Magda sí. Se pone unos pantalones gold lamé superapretaos y una blusa corta que le hace juego y que deja que se le vea el anillo que lleva en el ombligo. El pelo le brilla y es negro como la noche y me acuerdo que la primera vez que besé esos rizos, le pregunté: ¿Y dónde están las estrellas? Y ella contestó: Un poquito más pabajo, papi.

Nos paramos frente al espejo. Tengo puestos unos pantalones de vestir y una chacabana estrujá. Ella se pinta los labios; siempre he creído que el universo inventó el color rojo exclusivamente para las mujeres latinas.

We look good, dice.

Es verdad.

Regresa mi optimismo. Se me ocurre que esta es nuestra noche de reconciliación. La abrazo pero ella suelta una bomba sin fokin pestañear: Esta noche, dice, necesito mi espacio.

La suelto.

Sabía que te ibas a poner bravo, dice.

Eres tremenda, cabrona.

Yo no soy la que quería estar aquí. Esto fue idea tuya.

Si no querías venir, entonces ¿por qué coñazo no me lo dijiste?

Así seguimos por un rato hasta que por fin digo: Pal carajo, y me voy.

Me siento a la deriva y no tengo la más mínima idea de qué pasará. Este es el fin del juego, pero en lugar de ponerme más chivo que un chivo, me siento como un pariguayo sin suerte. Pobre de mí. Y me digo a mí mismo una y otra vez: No soy un tipo malo, no soy un tipo malo.

El Club Cacique está repleto. Busco a Lucy. Pero en vez de la jevita, a quien encuentro es al Vicepresidente y a Bárbaro. Están en el lado menos ruidoso de la barra, tomando cognac y discutiendo si hay cincuenta y seis o cincuenta y siete dominicanos en las grandes ligas. Me ofrecen un asiento y me dan una palmada en el hombro.

Este lugar me está matando, les digo.

Qué melodramático. El Vicepresidente busca las llaves en el bolsillo de su traje. Tiene puestos unos zapatos italianos de cuero que parecen unas chancletas trenzadas. ¿Quieres dar una vuelta con nosotros?

Sí, digo. ¿Por qué coños no?

Te quiero enseñar la cuna de nuestro país.

Antes de irnos, le doy un vistazo al club. Ya Lucy llegó. Está sola al final de la barra en un vestido negro muy fly. Me sonríe con interés, levanta el brazo y puedo ver la sombra oscura de su axila. Tiene manchas de sudor en el vestido y picaduras de mosquitos en sus bellos brazos. Pienso que debo quedarme, pero mis pies me sacan inmediatamente del club.

Nos amontonamos en un BMW negro diplomático. Voy en el asiento trasero con Bárbaro, el Vicepresidente va delante, manejando. Dejamos Casa de Campo y la algarabía de La Romana, y pronto todo huele a caña molida. La carretera está oscura —no hay un solo fokin palo de luz— y en las luces del carro se ven los insectos volando como si fuera una plaga bíblica. Nos pasamos la botella de cognac. Como ando con un vicepresidente, calculo que nada fokin importa.

Él está hablando —más que nada sobre el tiempo que estuvo en el estado de Nueva York— pero Bárbaro también está hablando. El traje del guardaespaldas está estrujao y le tiembla la mano cuando fuma. Tremendo fokin guardaespaldas. Me cuenta sobre su niñez en San Juan, cerca de la frontera con Haití. Puro liborio. Yo quería ser ingeniero, me dice. Quería construir escuelas y hospitales para el pueblo. No le pongo mucha atención; pienso en Magda: probablemente jamás volveré a saborear ese toto.

Y de buenas a primeras dejamos el carro, vamos dando tropezones subiendo una lomita. Nos abrimos paso entre matas de guineo y bambú y los mosquitos nos atacan como si fuéramos el especial del día. Bárbaro lleva una linterna gigantesca que arrasa con la oscuridad. El Vicepresidente va maldiciendo, aplastando maleza y murmurando: Está por aquí, por aquí cerca. Esto me pasa por llevar tanto tiempo en el puesto. Y es en ese momento que me doy cuenta que Bárbaro también lleva una fokin ametralladora y que ya no le tiembla la mano. No me mira ni mira al Vicepresidente, solo escucha. No tengo miedo pero esta vaina se está poniendo un poco extraña.

¿Qué tipo de hierro es ese?, pregunto como si na.

Una P-90.

¿Y qué coñazo es eso?

Algo viejo hecho nuevo.

Fantástico, pienso, me ha tocao un filósofo.

Es aquí, nos grita el Vicepresidente.

Me acerco con cautela y veo que está parao al lado de un hoyo en el suelo. Tierra roja. Bauxita. Pero el hoyo es más negro que cualquiera de nosotros.

Esta es la Cueva del Jagua, anuncia el Vicepresidente con voz honda y respetuosa. La cuna de los taínos.

Levanto las cejas. Pensaba que los taínos eran suramericanos.

Estamos hablando de mitología.

Bárbaro trata de apuntar con la luz en el hoyo pero no se ve nada.

¿Quieres ver lo que hay adentro?, me pregunta el Vicepresidente.

Debo haber dicho que sí porque Bárbaro me da la linterna y entre los dos me agarran por los tobillos y me bajan por el hueco. Las monedas se me salen volando de los bolsillos. Bendiciones. No se puede ver mucho, solo unos colores extraños en las paredes gastadas. ¿Verdad que es bello?, vocea el Vicepresidente.

Me doy cuenta que estoy en el lugar perfecto para las revelaciones, para convertirme en una persona mejor. El Vicepresidente probablemente vio su propio futuro en esta oscuridad, los bulldozers derribando ranchitos y desalojando a los pobres. Bárbaro probablemente también tuvo su propia visión —comprándole una casa de cemento a su mamá, enseñándole cómo prender el aire acondicionao— pero a mí, a mí lo único que me llega a la mente es la memoria de la primera vez que Magda y yo hablamos. Fue en Rutgers. Esperábamos la guagua en la calle George y ella estaba vestida de morado. Todos los tonos de morado habidos y por haber.

Y es en ese momento que me doy cuenta que todo ha terminado. Cuando te pones a pensar en el principio es porque has llegado al final. Lloro, y cuando me sacan, el Vicepresidente, indignado, me dice: Por Dios, no seas tan maricón.

 

 

Ese debe haber sido un tremendo vudú isleño: el final que vi en la cueva se hizo realidad. Al día siguiente regresamos a Estados Unidos. Cinco meses después recibí una carta de mi ex baby. Yo tenía novia nueva, pero la letra de Magda todavía podía causar que cada molécula de aire en mis pulmones explotara.

Resulta que ella también tenía novio nuevo. Un tipo muy chévere que había conocido. Domo, como yo. Excepto que él sí me quiere, decía.

Pero me estoy adelantando. Para terminar esta historia, tengo que demostrarte qué clase de mamagüebo fui.

Cuando regresé al bungalow esa noche, Magda me estaba esperando. Ya había hecho la maleta, y parecía que había estado llorando.

Me regreso a casa mañana, dijo.

Me senté a su lado. La tomé de la mano. Esto puede funcionar, le dije. Todo lo que tenemos que hacer es tratar.

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