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Donde su fuego nunca se apaga

 

 

May Sinclair

 

  

No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriott Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina George Waring.

Años después, cuando pensaba en George Waring, Harriott volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a George Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva.

Waring le había pedido que se casaran y había consen­tido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.

—Dice que somos demasiado jóvenes.

—¿Cuánto quiere que esperemos?

—Tres años.

—¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!

Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.

—En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.

Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriott ya no temía una pronta muerte por­que no podía seguir viviendo sin George.

Pasaron cinco años.

 

Las dos hileras de hayas se prolongaban ininterrumpidamente a lo largo del parque y, entre ellas, había una ancha avenida de césped. En mitad de la avenida, las hayas se abrían a derecha e izquierda formando una cruz. En el extremo del brazo derecho había un pabellón de estuco blanco con columnas y un frontón como el de los templos griegos. En el extremo del brazo izquierdo, la entrada oeste del parque, una puerta de dos hojas, y una puerta lateral.

Desde un asiento de piedra en la parte trasera del pabellón, Harriott vio a Stephen Philpotts en cuanto entró por la puerta lateral.

Stephen le había pedido que lo esperase allí. En el lugar que siempre elegía para leer su poemas en voz alta. Los poemas eran un pretexto. Ella sabía lo que él iba a decirle y sabía también lo que ella le respondería.

Había saúcos en flor detrás del pabellón y Harriott pensó en George Waring. Se dijo que en esos momentos estaba más cerca de ella de lo que, vivo, podría haber estado jamás. Si se casaba con Stephen Philpotts, no le sería infiel, porque lo amaba con otra parte de ella. No era como si Stephen Philpotts fuera a ocupar el lugar de George Waring. Harriott amaba a Stephen con el alma, de una forma que no era de este mundo.

Pero su cuerpo tembló como un alambre al tensarse cuando se abrió la puerta y el joven se acercó a ella por la avenida, bajo las hayas.

Lo amaba; amaba su delgadez, su oscuridad y su blancura cetrina, sus ojos negros, iluminados por la llama del intelecto, la forma en que su cabello negro se echaba hacia atrás desde la frente, su manera de andar, de puntillas, como si unas alas elevaran sus pies.

Stephen se sentó a su lado. Harriott advirtió que le temblaban las manos. Tenía la sensación de que llegaba su momento; de que ya había llegado.

—Quería verte a solas porque tengo algo que decirte. No sé por dónde empezar…

Harriott separó los labios. Suspiró levemente.

—¿Te he hablado alguna vez de Sybill Foster?

Harriott respondió con un balbuceo.

—N-no, Stephen. ¿Lo has hecho?

—La verdad es que no he querido hacerlo hasta estar seguro. Ayer lo supe.

—¿Ayer supiste qué?

—Pues que me ha dado el sí. Ay, Harriott, ¿sabes lo que es sentirse insultantemente feliz?

Harriott lo sabía. Lo había sabido un momento antes, un momento antes de que él hablara. Se quedó inmóvil, fría como la piedra y rígida, escuchando el embeleso de Stephen, escuchándose a sí misma decir que se alegraba.

Pasaron diez años.

Harriott Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había recha­zado el día antes y no estaba segura de que viniera.

Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escucha­ba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.

Oscar respondió indignado:

—No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.

—Y para guardar las apariencias debemos dejar de ver­nos. Oscar, por favor, váyase.

—¿Lo dice en serio?

—Sí. Ya no debemos vernos.

Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus an­chas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, an­siosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de George Waring y de Stephen Philpotts.

Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.

—Harriott, usted me dijo que yo podía venir. -Parecía que quería echarle toda la responsabilidad.- Espero que me haya perdonado.

—Sí, Oscar. Lo he perdonado.

Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.

La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.

Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.

Harriott no sabía si alegrarse o entristecerse. Había go­zado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.

Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristale­ría de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriott sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en George Waring y en Stephen Philpotts, y en su propia vida desilusionada. No había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.

Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, has­ta la puerta del segundo piso.

De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa de Maida Vale, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.

Oscar se declaraba feliz. Harriott dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y desea­do con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su aman­te, no podía admitir que fuera un dejo de grosería. Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.

—Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable —dijo Oscar. Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriott.

En un hotel de la Rue de Rivoli estuvieron dos sema­nas. Pasaron tres días locamente enamorados.

Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dor­mir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.

Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriott estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible. Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fati­ga causada por una agitación continua. Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamo­rados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no po­dían soportarse.

Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.

En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos. Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que ésta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.

Después de la enfermedad la vida de Muriel fue precio­sa para los dos: les impedía una unión permanente. Sobrevino la ruptura.

Fue Oscar quien se decidió, una tarde en que estaban en el salón.

—Harriott —dijo—, ¿sabes que estoy pensando seriamente en sentar la cabeza?

—¿Qué quieres decir con eso de sentar la cabeza?

—Hacer las paces con Muriel, pobrecita... ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza que esta pequeña aventura nuestra no puede continuar toda la vida?

—¿Tú no quieres que continúe?

—Lo que no quiero es engañarme. Por el amor de Dios, seamos sinceros. Se acabó, se acabó. Vamos a terminar con esto como es debido. 

—Comprendo. Quieres librarte de mí.

—Es una forma muy cruda de decirlo.

—¿Hay una forma no cruda de decirlo? Toda esta historia es cruda. Tendría que haberlo imaginado. Ahora que lo has convertido en lo que querías, te has cansado. Ahora que no tengo un ideal, ahora que no tengo ni una sola ilusión, ahora que has acabado con todo lo que no querías.

—¿Qué es lo que no quería?

—La parte limpia y hermosa. La parte que yo quería.

—Por lo menos, mi parte era real. Era más limpia y más hermosa que toda esa cosa podrida en la que tú lo envolvías. Has sido una hipócrita, Harriott, y yo no. Y ahora serías una hipócrita si dijeras que conmigo no has sido feliz.

—Nunca he sido verdaderamente feliz. Ni por un momento. Siempre me faltaba algo. Algo que tú no me dabas. Que quizá no podías darme.

—No. Yo no soy lo bastante espiritual —dijo Oscar, en tono burlón.

—No, no lo eres. Y me convertías a mí en lo que eres tú.

—He observado que siempre te ponías muy espiritual después de conseguir lo que querías.

—¿Lo que quería? —gritó Harriott. Dios mío...

—Si es que alguna vez has sabido lo que quieres.

—Lo que... quiero —repitió Harriott con amargura.

—Vamos —dijo Oscar—, seamos sinceros. Afrontemos los hechos. Yo estaba totalmente loco por ti, tú estabas totalmente loca por mí... al principio. Nos cansamos el uno del otro y se acabó. Pero, al menos, podrías concederme que lo pasamos bien mientras duró.

—¿Qué lo pasamos bien?

—Yo sí.

—Tú sí porque para ti el amor solo significa una cosa. Todo lo que tiene de elevado y de noble lo has reducido a eso, hasta que no nos queda más que eso. Eso es lo que tú has hecho del amor. 

Pasaron veinte años.

Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriott. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriott se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adqui­rido.

Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudan­te del Reverendo Clement Farmer, Vicario de Santa María de la Virgen de Maida Vale. También era secretaria del Hogar para Niñas Descarriadas de Kilburn, en Maida Vale.

Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clement Farmer, el flaco y austero vicario, vivo retrato de Stephen Philpotts, subía al púlpito y levantaba los brazos en la bendi­ción.

Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clement Farmer.

—¿Está lista? -preguntó.

—Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme.

Clement Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.

—Ahora no tendrá miedo.

—No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.

—La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos. —Será en mi confesión.

—¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios. Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, des­pués comprendió que no era posible. No era necesario. Vein­te años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:

—Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos.

Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar: —Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha.

Harriott permaneció unas horas en el cuarto donde ha­bían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener al­guna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.

Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser. Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direccio­nes, se cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.

Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recu­perado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.

Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del púl­pito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquila­mente, hasta que se abrió y apareció Clement Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodi­llada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle.

Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio la vuelta, ya no estaba Oscar Wade.

Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Lue­go lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre.

Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rue de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.

Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.

Pero había algo donde el corredor doblaba, en la venta­na al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107.

Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder.

Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imagina­ba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio que atravesaba. Así que pensó: si tan solo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.

Volver más allá...

Caminaba ahora por un camino blanco, entre campos y coli­nas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró, fascinada, con implacable felicidad. Oscar estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.

La cara del muerto la asustaba. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror. El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mu­tuo.

De repente, Harriott se apartó, se volvió y echó a correr. Pudo escaparse de la habitación y de la casa.

Se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la lleva­rían a la Rue de Rivoli y a los abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.

Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del al­cance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adónde encontrarlo; cruzó la aldea corrien­do, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.

Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blan­cas, y en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.

Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.

—Sabía que vendrías.

Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento de terminar.

Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.

Se movieron por la salita, girando como fieras enjaula­das, incómodos, enemigos, evitándose.

—Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.

—Pero terminó. Terminó para siempre.

—No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

—Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

—¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.

—No. Me voy ahora mismo.

—No puedes. La puerta está con llave.

—Oscar, ¿por qué la cerraste?

—Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas?

Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.

—Es inútil, Harriott. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es una hora en la inmortalidad?

—Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos... Ah...

Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proxi­midad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.

De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.

Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla.

Al pasar por la puerta sur, su memoria se volvió de pronto joven y limpia. Olvidó la Rue de Rivoli y el hotel Saint Pierre; olvidó el restaurante Schubler y la habitación situada en lo alto de las escaleras. Volvía a ser joven. Era Harriott Leigh yendo a esperar a Stephen Philpotts en el pabellón de la puerta oeste. Podía sentirse. Era una figura esbelta que avanzaba deprisa por la franja de hierba entre las frondosas hayas. Sobre ella flotaba la frescura de su juventud.

Llegó al corazón de la avenida, donde se abría a derecha e izquierda formando una cruz. Al extremo del brazo derecho, el templo griego de color blanco, con su frontón y sus columnas, brillaba frente al fondo de árboles.

Estaba en el asiento de piedra de la parte de atrás del pabellón, mirando la puerta por la que aparecía Stephen.

La puerta se abrió y Stephen se acercó. Ligero y joven, avanzando entre las hayas con su paso impaciente y sobre la punta de los pies. Se levantó para recibirlo. Gritó.

—¡Stephen!

Había sido Stephen. Lo había visto venir. Pero el hombre que estaba ante ella entre las columnas del pabellón era Oscar Wade.

Y ahora caminaba por el sendero que discurría entre la verja del huerto y la escalera; más y más atrás, hasta donde el joven George Waring la estaba esperando, bajo el saúco. La fragancia de las flores de saúco le llegaba a través de los campos. Podía sentir, en sus labios y en su cuerpo entero, la excitación dulce e inocente de su juventud.

—¡George, George!

Al avanzar por el sendero, lo había visto. Pero el hombre que la esperaba bajo el saúco era Oscar Wade.

—Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te conducen a mí. Me encontrarás en cada recodo.

—Pero ¿cómo has llegado aquí?

—Como llegué al pabellón, como llegué al cuarto de tu padre, a su lecho de muerte. Porque estaba allí. Estoy en todos tus recuerdos.

—Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre, y el de Stephen, y el de George Waring? ¿Cómo?

—Porque me los he apropiado.

—Nunca. Mi amor por ellos era inocente.

—Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado condiciona el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir puede afectar al pasado? En tu inocencia está el germen de tu pecado. Tú eras lo que ibas a ser.

—Me voy de aquí —dijo ella.

—Esta vez iré contigo.

El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.

Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opues­tos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.

—Oscar... ¿Cuánto va a durar?

—No lo sé. No sé si esto es un momento de eternidad o la eternidad de un momento. 

—Alguna vez tiene que acabar —dijo ella—. La vida no dura para siempre. Tendremos que morir. 

—¿Morir? Ya hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno.

—Sí, no puede haber nada peor.

—Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llega­do al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no nece­sitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos ence­rrados en esta habitación, tras esa puerta con llave. Y aquí nos quedaremos, juntos para siempre, tan unidos que ni siquiera Dios podrá separarnos. Seremos un solo espíritu y una sola carne, un pecado repetido por siempre; el espíritu aborreciendo la carne y la carne aborreciendo el espíritu. Tú y yo aborreciéndonos.

—¿Por qué? ¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque es lo único que nos queda. Es lo que tú has hecho del amor.

La oscuridad se cernió sobre ellos y les anegó, tragándose la habitación. Harriott caminaba ahora por un jardín con altos setos de flox, espuela de caballero y lupino. Las plantas eran más altas que ella. Tiró de unos tallos pero no tenía fuerza suficiente para romperlos. Era una criatura.

Se dijo que estaba a salvo. Había retrocedido tanto que había vuelto a ser una niña; tenía la cándida inocencia de la infancia. Ser una niña, hacerse pequeña bajo los capullos de los lupinos, ser cándida e inocente, no tener recuerdos, era estar a salvo.

El camino la condujo a través de un seto de tejos hasta una luminosa explanada de césped. En mitad de la explanada había un estanque redondo y poco profundo rodeado por un anillo de rocas adornadas con florecitas blancas y amarillas y púrpuras. En el agua verde oliva nadaban peces de colores. Estaría a salvo cuando viera los peces de colores nadando hacia ella. El más viejo, el de las escamas blancas, llegaría primero, frunciendo la boca, haciendo burbujas en el agua.

Al fondo de la explanada había un seto de aligustre dividido por la entrada al camino ancho que atravesaba el huerto. Sabía lo que encontraría allí. Su madre estaba en el huerto. La levantaría en brazos para jugar con las bolas rojas y duras de las manzanas que colgaban del árbol. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.

Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo había cambiado, algo que la asustaba. Una puerta gris ceniza en lugar de una puerta de hierro. La empujó y entró en el último corredor del Hotel Saint Pierre.

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