Crímenes de conciencia
Nadine Gordimer
Al parecer repararon el uno en el otro al mismo tiempo, bajando la escalera del Tribunal Supremo, al tercer día del juicio. Para entonces los espectadores fortuitos que vienen a echar un vistazo al acusado —para ver por sí mismos quiénes se arriesgan a rodear sus cuerpos con los muros de la prisión por las ideas que tienen en la cabeza— ya han satisfecho su curiosidad; sólo los que tienen un interés especial asisten día tras día. Él podía haber sido un periodista; o un ayudante del representante de uno de los poderes occidentales que «observan» los juicios políticos en países problemáticos para la política extranjera y sujetos a la presión de los defensores de los derechos humanos en Europa Occidental y América. Llevaba un traje de pana de corte inhabitual. Pero cuando habló estaba claro que era, lo mismo que ella, alguien del lugar: el acento, el giro coloquial y descuidado de la frase.
—¡Qué sesión! No sé… Después de dos hora así… me noto como si me hubiera enredado en cinta adhesiva… irreal…
Ella era inconfundible. Era una mujer joven cuya deliberada suavidad de expresión y forma de vestir sencilla y modesta en el contexto en que la había encontrado, sugerían no un centro de meditación trascendental o un grupo de defensa del medio ambiente o un estudio de diseño, sino un signo de identificación con la humanidad de los que nada temían y se arriesgaban. Su único adorno, un collar de diminutas cáscaras de huevo de avestruz ensartadas en un hilo, se apretaba contra su garganta cuando sonreía mostrando su acuerdo.
—Los abogados trabajan así… Lo tengo comprobado. Los primeros días cada lado trata de confundir al otro.
Avanzada la semana, tomaron café juntos durante el descanso del mediodía del tribunal. Él manifestó algunas cándidas impresiones sobre el juicio, pero como si se diera cuenta plenamente de su credibilidad. ¿Por qué el fiscal llamaba a testigos que decían sin reparos que el régimen oprimía sus mentes y frustraba sus ambiciones normales?
Un testimonio así seguro que favorecía a la defensa y ¿no se trataba de un crimen de conciencia? Ella negó, sacudiendo un pelo fino y rizado como una manta de mohair. —Espera. No tienes más que esperar. Eso es para conseguir credibilidad. Para probar su implicación con el acusado, su conocimiento íntimo de lo que el acusado dijo e hizo, para inculpar al acusado en aquello que la defensa va a negar. ¿No te das cuenta?
—Ahora me doy cuenta —sonrió para sí. Cuando estaba aquí antes, no me interesaba mucho por la política, por la política activista, podríamos decir. Pero desde que he vuelto del extranjero…
Ella preguntó con tono ligero lo que se esperaba que preguntara: cuánto tiempo había estado fuera.
—Casi cinco años. Publicidad, luego ordenadores…
Las frases inacabadas sugerían la falta de interés en que esas carreras habían ido deslizándose.
—Hace dos años sentí que deseaba volver. No podía darme a mí mismo una verdadera razón. He estado haciendo aquí el mismo tipo de trabajo, en realidad este año sigo un curso en la escuela de estudios administrativos de la universidad. Y poco a poco estoy empezando a averiguar por qué quería volver. Parece que es algo que tiene que ver con cosas como ésta.
Ella tenía el tipo de cara que refleja su mente siguiendo la de los otros, las cejas y la boca manifestaban su callada comprensión.
—Me imagino que todo esto te suena poco convincente. No me parece que seas de los que se mantienen al margen.
Sus manecitas delgadas y huesudas eran como herramientas sobre la barra de fórmica del café. Sin otro uso en ese momento, jugueteaban con las bolsitas de azúcar mientras contestaba:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Pareces saber tanto. Como si tú misma lo hubieras pasado… o quizá… ¿estudias derecho?
—¿Yo? No, por Dios. —Tras uno o dos sorbos de café, contestó con aire cordial: —Trabajo para una academia por correspondencia.
—Te dedicas a la enseñanza.
—Con otra sonrisa: —Enseño a gente a la que nunca veo.
—Eso no encaja demasiado. Pareces el tipo de persona que se implica más.
Por primera vez el interés cortés cambió, se hizo más cálido.
—¿Es eso lo que echabas de menos en Londres? ¿No estar implicado?
En esa charla él le dio un nombre y ella le dijo el suyo.
El nombre era Derek Felterman. Era su verdadero nombre. Había pasado cinco años en Londres; había trabajado en una compañía de publicidad y estudiado luego informática en un centro adecuado y fue en Londres donde lo reclutó alguien de la embajada que no era un diplomático sino un representante de la sección de la seguridad interior del Estado en su país natal. Nadie sabe cómo reconoce la policía secreta a los posibles candidatos; es tan misterioso como la determinación del sexo de los pollos. Pero si la característica definitiva que se busca está ahí, el agente reclutado la verá, por muy profundamente que el posible candidato pueda ocultárselo a sí mismo.
No lo contrataron para infiltrarse en círculos de refugiados que conspiran en el extranjero. Se decidió que regresase al país «limpio» y empezase a trabajar en los ambientes políticos de una ciudad costera, en un campus universitario. Después lo enviaron al norte, al centro minero e industrial del país, le dijeron que se buscara un trabajo comercial corriente, sin conexiones universitarias y, como cara nueva, que bus-, cara contactos dondequiera que la información que sus jefes deseaban pudiera surgir: reuniones culturales izquierdistas, grupos de protesta con carteles, la galería pública en los juicios políticos. Sus jefes confiaban en su capacidad de congraciarse con la gente; ésa era una de las cualidades por las que se le había reclutado, como una mujer podía apetecerlo por alguna otra característica sobre la que él mismo no tenía voluntad, la forma en que se levantaba la comisura de su boca cuando sonreía o el brillo marrón de sus ojos.
A su vez él la había reconocido enseguida, primero como un tipo de persona, y luego, al tercer día, cuando salió del tribunal para hacer sus verificaciones en los ficheros policiales, como a la chica que había ido en secreto a visitar a una amiga que estaba bajo arresto domiciliario y posteriormente había cumplido una sentencia de tres meses de cárcel por negarse a testimoniar en la acusación presentada contra la mujer de haber roto su arresto. Aly, había dicho que se llamaba Alison Jane Ross. No se podía encontrar una relación directa entre el interés de Alison Jane Ross por el juicio actual y los individuos sometidos a él. Pero desde el punto de vista de su trabajo, esto no excluía la posible implicación de la chica en una organización importante o en un grupo de apoyo implicado en continuar la acción subversiva mencionada por la acusación.
Felterman forzó deliberadamente su amistad con ella, llevando una pesada cartera de libros y una parrilla portátil. Él le había preguntado si iría con él a ver una obra de teatro el sábado. Por desgracia, se mudaba de casa ese sábado; quizá él querría ir y ayudarla en la mudanza. La sugerencia surgió con ironía ante su propia audacia. Él llegó a la hora exacta. Sus amigos, presentados por sus diminutivos, le proporcionaron un servicio combinado de vieja furgoneta, una camioneta sin amortiguadores, comida ya preparada y afectuosa energía para acelerar y culminar la mudanza de un piso a una casa diminuta con una vieja palmera que ocupaba todo el jardín, frotando sus secas hojas al viento con el sonido de un insecto gigante que frotaba sus patas. Bajo el canto nocturno de esta criatura hicieron el amor por primera vez un mes después. Aunque todos los Bobs, Jimbos y Ricks, así como los Jojos, Bets y Lils, besaban y abrazaban a su amiga Aly, no parecía haber un amante por ahí que hubiera sido suplantado. En el particular y delicado camino de la intimidad por el que ella le llevaba o que él extendía ante ella no había cabida más que para ellos dos. Al surgir la naturalidad entre ellos, antes incluso de que fueran amantes, ella hasta había llegado a mencionar la experiencia de ir a la cárcel, pero siempre hablaba de ello de un modo superficial, de cómo olían a desinfectante las mantas y el gato de la guardiana jefe hacía la inspección con su ama. Ella no le preguntaba sobre otras mujeres, aunque él, de vez en cuando, se sentía impelido, en su sentimiento cálido de plenitud complementario a esa otra marea, la del placer sexual satisfecho —a confesar, mediante anécdotas indirectas, aventuras pasadas, mujeres que habían tenido su tiempo y su lugar en la vida. Cuando llegó el momento adecuado para ella, le dijo sin vergüenza, resentimiento o vanidad —que acababa de pasar un año «sola», porque lo necesitaba después de haber vivido durante tres años con alguien que, finalmente, había vuelto junto a su mujer. Después había habido una o dos aventuras breves —«A veces, ¿no es cierto?, un viejo amigo se convierte de repente en otra cosa… durante un breve tiempo, como una cosa contemplada desde otro ángulo. Y al día siguiente, es la misma cara de siempre. Nada ha cambiado».
—Los amigos son lo más importante para ti, ¿verdad? Quiero decir, todo el mundo tiene amigos, pero tú… Tú realmente harías cualquier cosa. Por tus amigos. ¿No es cierto?
De la reacción de ella pareció surgir una referencia a los tres meses pasados en la cárcel, más que de las palabras de él. Apartó el rizoso flequillo de la frente y las pecas se difuminaron bajo un rubor súbito. «Y ellos por mí».
—En realidad no es sólo una cuestión de amistad, ya me doy cuenta. Camaradas —una banda de hermanos.
Ella lo vio como a un niño que miraba por la ventana a otros niños jugando. Se inclinó y le cogió la mano y lo besó con el tipo de caricia que no habían intercambiado antes, en cada párpado.
Sin embargo, descuidaba un poco a sus amigos en favor de él. A él le habría gustado entrar más en el grupo, pero es normal que dos personas inmersas en una apasionada aventura amorosa estén apartadas de las demás durante algún tiempo. Habría parecido poco natural que él presionara para actuar de otro modo. También era sabido que Felterman no tenía más que conocidos que descuidar; cinco años en el extranjero y luego dos en la costa justificaban esta situación. Él revivió para ella placeres abandonados desde que era una colegiala: la llevó a hacer esquí acuático y escaladas. Fueron a ver teatro indígena juntos, parte de un curso sobre la política de la cultura que ella le daba no por correspondencia, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo y sin darle un nombre tan pomposo. Ella se negaba a ir a una discoteca, pero uno de los valiosos contactos que sí tenía él con su grupo de amigos de diferentes razas y colores era dar por supuesto que estaría con ella en sus fiestas, donde lo dejaba agotado, porque los negros le habían enseñado a usar el cuerpo al compás de la música. Ella se dejaba ir, casi encantadora, en esa transformación, mientras él bebía y la miraba a ella y a sus compañeros bailando. De vez en cuando, ella se le acercaba: una ofrenda, junto con la bebida y la comida que llevaba. Con el paso de los meses, él empezaba a distinguir ciertas pautas en sus amistades; éstas se extendían más allá de su vida con ella hasta sus lugares proscritos y entre gente en la que la ley restringía el contacto, como la mujer por la cual había ido a la cárcel. Lentamente ella se sintió segura para ponerle a él frente al riesgo, nunca discutiendo pero evidentemente siempre tratando con sensibilidad de saber hasta qué punto él quería realmente averiguar si «la razón por la que deseaba volver» tenía algo que ver con «cosas como ésta».
Cada vez era más difícil dejarla, incluso por una noche, saliendo tarde, sola bajo la seca y fría agitación de la vieja palmera, con sus hojas rumorosas. Pero aunque sabía que había un sitio para él en la casita, tenía que volver a su piso que no era apenas más que una oficina, ahora, donde sólo ocupaba la silla y la polvorienta mesa donde escribía sus informes: no hubiese podido escribirlos en la casa que compartía con ella.
Ella hablaba a menudo de su etapa en la cárcel. Ella misma introducía el tema. Pero incluso ahora, cuando yacían en brazos uno del otro, fuera del alcance del mundo, sin que ninguna investigación pudiera descubrirlos, fuera de cualquier escrutinio, ella no parecía capaz de hablar de la experiencia que realmente estaba en su ser y que necesitaba ser expresada: por qué se arriesgaba, por quién y a qué se había comprometido. Parecía esperar con pasión que alguien le diera las palabras, la clave. Él.
Era una contraseña que él no poseía. Un código que no se le había suministrado.
Y una noche le vino de repente; encontró un código propio; esa noche tuvo que hablar.
—Te he estado espiando.
La cara de ella se replegó en un momento de concentración de la misma naturaleza que la del mundo animal, en el que una criatura amenazada se puede convertir en una bola de espinas o adoptar un terrible aspecto de músculo inflado y de ostentosas defensas.
Ese momento desapareció de su cara tan rápidamente como había aparecido. Él se había apartado de ella como hace un hombre con una pistola en la espalda.
Ella se arrastró sobre sus rodillas sobre la cama y le cogió la cabeza entre las manos y lo apretó contra ella.